jueves, 17 de mayo de 2018

ESCRITOS SOBRE NATURALEZA


Escritos sobre naturaleza
John Muir
Traducción de Ernesto Estrella Cózar y Carlos Estrella Cózar
Capitán Swing
Madrid, 2018
402 páginas

“Aquí arriba no hay dolor”. En realidad, ese es el proyecto de John Muir (Dunbar, Reino Unido, 1838 – Los Ángeles, EE.UU., 1914), y sus escritos no son sino parte de su proyecto. Que alguien tenga un proyecto de vida en el que busque el lugar donde no hay dolor para mostrarlo a los demás, es tan loable como hermoso. Es ingenuo. Lo que ocurre, hablando ya en términos de escritura, es que todavía nadie ha estudiado y sabido valorar la ingenuidad como criterio artístico, divulgativo, literario. Se trata de uno de los parámetros con los que resulta más fácil acertar a la hora de definir obras maestras. La ingenuidad está presente en cada línea de El Quijote y de Alfanhuí, en Hamlet y en la familia que protagoniza Mientras agonizo. Mientras otros se enzarzan en buscar tres o cinco pies al gato, en vanguardias, transvanguardias y metavanguardias, en rizomas y géneros híbridos, en posiciones de alto copete intelectual, en digresiones que no harán del mundo un lugar mejor, la ingenuidad nos ayudará a soportar el peso de la vida y la literatura es uno de los cauces a través de la que vivirla.
“Poco pueden decir a aquellos que nunca han visto un ámbito salvaje como este ni han aprendido a leerlo como el que aprende un idioma. Aquí arriba no hay dolor, no hay horas vacías y grises, no hay miedo al pasado ni temor hacia el futuro”, dice John Muir, desde lo alto de una montaña. Comenta Robert Macfarlane que Muir sería el tercer eje sobre el que gira la defensa de la naturaleza en Estados Unidos, junto a Emerson y Thoreau. También comenta, sin mencionar la palabra, que Muir es más ingenuo, es decir, que escribe con más libertad, como si temiera menos la disección de los críticos literarios. De hecho, le importa bastante poco. En algunos momentos, nos recuerda a W.H. Hudson. Pero en casi todos a la espontaneidad de una charla improvisada al calor de la lumbre, en la que da cuenta de los pasos recorridos por los bosques sin preocuparse por utilizar tantas palabras del diccionario como sea posible. Se trata de un escritor puramente oral, entusiasta. Y ante el entusiasmo uno no está pendiente de deslumbrar con un adverbio.
El libro está divido en cuatro apartados. El primero dedicado a su educación sentimental, a las emociones vividas en la naturaleza de su Escocia natal y sus primeros años en una granja americana, a donde llegó con apenas once, a punto de romper la pubertad. El Muir niño juega. Juega a trepar, juega a la guerra, juega a ir de excursión, actividades todas que le sanan de la educación reglada. Y además sueña. Cuando le comunican que se dirigen a Wisconsin, a buscar un terreno virgen donde comenzar una nueva vida, los mecanismos del sueño de libertad se ponen a trabajar a todo trapo. Muir se conmueve y no puede callarlo. A lo que más se parecen sus fascinaciones es a las de la música. Pero él las siente con todo el cuerpo a la vez y las comparte, porque la amistad será otro de los pilares de lo que va aprendiendo. Conoce a las criaturas del bosque, en principio casi como fenómenos feéricos, y posteriormente con la mirada del naturalista. Y mientras tanto hace callo en eso de ser campesino, sufre las enfermedades del colono, los fenómenos atmosféricos y defiende al débil.
La segunda parte, un relato de un viaje a pie a lo largo de un verano, un joven adulto va a la montaña y descubre que la naturaleza nos hace mejores. Se muestra con inquietudes de botánico y en cierta manera de documentalista. Pero no ha ido solo de paseo. Es pastor y ese oficio contiene dureza y una dosis metafórica de romanticismo, una veta que sabe explotar. Están los animales, sobre todo los pájaros y los mamíferos. Y luego los indios, a quienes se acerca sin ningún ánimo de etnólogo, con el único fin de iniciar nuevas amistades. Y todo es un canto a la Creación, porque, no nos deja olvidarlo, Muir cree en Dios. Aunque en buena medida él crea a Dios, al buen Dios que fue el que generó las montañas y los bosques y se olvidó de las guerras y la peste. Ese Dios es el paisaje, o en el paisaje lo ve reflejado. Pues con frecuencia, Muir atribuye cualidades éticas a los lugares, a la naturaleza. Si escribe, es para renovar ese viaje, para revivir los buenos sentimientos que le despertaron los mejores parajes. Si escribe es porque se sabe mortal y quiere dejar testimonio, porque si existe la muerte, a la fuerza debe existir la eternidad, ese Dios que él inventa, ese que dicta que existe una buena manera de combatir la depresión, una manera al alcance de todos, que se llama soñar.
El libro termina con una bonita elegía a un perrito que le acompañó durante un viaje a Alaska, recorriendo la naturaleza indómita, los glaciares y las grietas de los glaciares, los lagos helados y los valles y montes donde la supervivencia apenas da pie a pensar en otra cosa que no sea el paso siguiente. El perro es una proyección de los mejores valores que puede tener no solo un fiel animal, sino el mejor de los amigos. Finalmente, cerramos tras leer unos ensayos en los que hace una defensa cerrada de la naturaleza, de los grandes árboles y de la lana de oveja salvaje, algo que sigue vigente. Muir no sabía nada sobre el producto interior bruto, pero sin duda está reclamando que la conservación de la naturaleza sea un parámetro del mismo, que entre en las valoraciones económicas, si no queda otro remedio para salvar a las grandes secoyas. Este es el primer volumen sobre sus escritos que se nos anuncia publicará Capitán Swing. Otras editoriales están recuperando parte de la obra de Muir a quien, por fin, se le valora en este país, cien años después de su muerte. Bienvenido a nuestras vidas, John.

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