jueves, 28 de marzo de 2024

ENTRE

 

Entre

Christine Brooke-Rose

Traducción de J. Casri

Piel de Zapa

Barcelona, 2024

210 páginas

 

 


Lo primero que llama la atención en esta obra, Entre, es el libérrimo uso del lenguaje y de los elementos gramaticales. Christine Brooke-Rose (1923-2012) fue una lingüista británica conocida sobre todo por sus obras experimentales. Esta fue publicada en 1968 y en cuanto se comienza la lectura uno recuerda a varios autores que pusieron el lenguaje a fermentar, construyeron frases maravillosas o idearon saltos narrativos de riesgo, como James Joyce, George Perec o Aliocha Coll. Aquí la materia con la que tratamos son las palabras, los idiomas, esa herramienta con la que deberíamos entendernos, y no con las imágenes, que raramente se producen en la mente del lector. La atención requerida es muy activa, con cambios de idioma constantes, que obligan a no perder comba y al traductor a hacer una reinterpretación muy meritoria del texto original. Aunque da la sensación de que la técnica utilizada es semejante a la del surrealismo, cuando el texto no estaba ahí previamente, sino que va surgiendo a medida que se escribe, la pretensión de crear una sensación de desamparo es patente y se va imponiendo a medida que acumulamos páginas leídas.

No estamos frente a una novela en la que exista una evolución, un desarrollo. Lo que se describe es, más bien, una situación, que se prolongará a lo largo de toda una vida laboral, la de una mujer dedicada a la traducción simultánea en distintos puntos del globo terráqueo. La variación es constante, tanto como para generar una cierta monotonía, resultado de la acumulación de instantes que no cesan de cruzarse. La cartografía que nos dibuja es disparatada y la autora se ve obligada a hacer del avión el símbolo de una forma de vivir, pues es el lugar donde pasa la protagonista una muy significativa parte del tiempo: «templos de movimiento inmóvil», llega a llamar a estas ballenas que vuelan y que van siendo el hilo que teje una época de la que extraemos un galimatías, una sensación de desorden. Pero este desorden no es gratuito, busca transmitir la idea de incertidumbre, dejarnos con el cerebro hueco a la búsqueda de qué será lo que venga a continuación. En buena medida, nos está hablando de la entropía, en el sentido de crear un sistema de medida del desorden, de moléculas que para acabar siendo comprensibles deberían congelarse. Pero aquí se impone, de forma contundente, el movimiento. Vamos saltando de un lugar a otro sin desplazamiento, o con un desplazamiento inmóvil, sin itinerario que registrar. Hay destinos, pero estos van confundiéndose, nos van galvanizando el entendimiento. La impresión es que asistimos a un flujo de conciencia, pues de flujo de conciencia estamos hablando, de una persona cuyo cerebro a lo que más se parece es a un paisaje de edificios bombardeados.

Uno se pregunta qué tipo de mundo globalizado se estaba construyendo entonces, y se da cuenta de que ahora lo tiene casi entero metido en el teléfono inteligente, y siente, entonces, temor. Porque este monólogo interior todavía podía tener una justificación existencialista, dado que trata de la construcción de una identidad, mientras que nosotros llevamos la identidad en el bolsillo. Y ahí no cabe el lenguaje, ni la estructura, ni la relación del lenguaje y la estructura con la realidad: aquí sólo cabe el bombardeo de estímulos, contra el que ya en 1968 Christine Brooke-Rose nos advertía: nuestra narradora, recreadora, sufre en la memoria, como si estuviera construyendo una que no puede controlar, que sea ella la que domine la identidad o no permita que esta cuaje en condiciones.

Debemos señalar, por último, que en el inglés original esta obra se escribió sin hacer uso del verbo to be, y que en la edición actual se ha respetado, pues no aparecen los verbos ser y estar. No es un juego gratuito: hablamos de lo esencial, de pasar por la superficie apenas arañando, sin ensuciarnos las manos ni someternos a las risas.


Fuente: Zenda

lunes, 25 de marzo de 2024

PASIONES PÚBLICAS, EMOCIONES PRIVADAS

 

Pasiones públicas, emociones privadas

Charles Dickens

Traducción de Dolores Payás

Gatopardo

Madrid, 2024

418 páginas


 


Charles Dickens (1812- 1870) es un fantasma que nos acompaña cada vez que visitamos Londres. Vemos la ciudad como una actualización de aquello que él nos relató en sus ficciones, que agarraban el humus de las calles que él estaba viviendo para mostrarnos la necesidad imperiosa de ser unas personas morales. En realidad, tal y como comprobamos en esta recopilación de textos periodísticos, la moralidad que él defendía era bastante ortodoxa, si entendemos la ortodoxia moral como la obligación de ser generosos y solidarios. Es muy posible que jamás debiéramos haber salido de esa ingenuidad, de ese espíritu naif que por momentos recorren los cuadros que nos hace ver Dickens. Era un momento en el que no se había extendido el estilo de la crónica que actualmente identificamos como la sacudida de la realidad, y tanto su lenguaje como su estructura nos resultarán muy coloquiales: salgo a la calle y observo, entro en un lugar y me doy cuenta, he oído esto y esto es lo que me han respondido. Dickens resulta ser algo semejante a un flaneur, pero a diferencia de estos paseantes lo que se impone no es una cierta languidez, un tono de malestar o una mirada empañada: Dickens es un observador nítido, directo, un tipo que experimenta en carne viva lo que sucede a su alrededor. El insomnio resultó serle de una utilidad creativa increíble a este clásico inglés.

El mundo funciona como algo muy práctico, como la consecuencia de sucesos y acciones concretas, y existe un grupo de personas que deciden. A partir de ahí, la única salida que le queda a la mirada de quien intenta dar fe de cómo funciona el mundo es atenerse al sarcasmo, al esperpento, a la caricatura, cuando lo feo está demasiado presente. Esta fealdad podría ser el resultado de la miseria que estas decisiones han producido, o las costumbres bastante inexplicables que se han impuesto, los paradigmas que aceptamos por el simple motivo de que las cosas siempre se han hecho así. Junto a ese humor, Dickens se muestra siempre compasivo, idealista, pero sin reclamar la revolución, la revuelta o la toma de armas. Convencido de que la sociedad civil se puede organizar para modificar la política, leemos a un hombre que confía en que lo importante es la bondad, y que a esa conclusión le lleva la indignación consecuente de lo que va denunciando.

La lectura de estos textos resulta de los más instructivo en la actualidad, pues nos lleva a preguntarnos qué ha sucedido a lo largo de estas décadas para que no sintamos como siente Dickens, con eso que es innegablemente humanidad, y nos llevan a una nostalgia que hasta ahora no conocíamos: la de echar de menos la bonhomía. «Magnificencia, miseria, belleza y carroña», es la enumeración que Dolores Payás indica, en el prólogo, como núcleo que condensa estos escritos. Payás hace una labor estupenda, añadiendo pequeñas introducciones a cada uno de los bloques en los que divide la edición, que son bloques temáticos: la descripción del país, la descripción de la pobreza, la justicia, la corrupción política, los paseos al inicio o al final del día, etc. En cada uno de ellos, Dickens nos demuestra que observar es reflexionar, porque de todo lo que configura la realidad, va prestando atención a las cosas que de verdad deberían importarnos, que son aquellas que nos hacen cuestionarnos nuestra humanidad, es decir, todo lo que se supone que nos sirve para hacernos mejores personas.


Fuente: Zenda

EL MURMULLO DEL AGUA

 

El murmullo del agua

María Belmonte

Acantilado

Barcelona,

 196 páginas

 



«Y es que sumergirte en el agua es, como en el sexo, cruzar una frontera y penetrar en un nuevo territorio, en una atmósfera distinta donde rigen otros valores más elementales que refractan el tiempo y los sentidos; es una experiencia total, entras en otro elemento, te sumerges en otra dimensión. Y mientras nos esforzamos por mantenernos a flote, en el agua recuperamos nuestra olvidada condición de animales».

El delicado proyecto literario de María Belmonte (Bilbao, 1953) vuelve a pasar por lo más clásico, y tal vez lo mejor, de la cultura del sur de Europa. Hablamos de alta cultura, pero no de cultura de élite, de cultura noble, de belleza, en el sentido en que la belleza es una creación artística. Que, en este caso, contiene una buena parte de inspiración natural, pues será el agua y la incursión del agua en las artes la que ejerza de eje creativo. El libro lleva por subtítulo Fuentes, jardines y divinidades acuáticas, lo cual nos vuelve a llevar hasta los mitos griegos o los artistas del Renacimiento. Será inevitable encontrarse con Ovidio y con Bernini, pero también con la construcción de los grandes acueductos romanos.

El Mediterráneo quedará como el lugar al que va el agua que nutre el espíritu del libro. Y, como en las anteriores obras de Belmonte, la forma la irán dando los estudios sobre los clásicos. En ese sentido, el libro es un regalo para amantes de las interpretaciones mitológicas o la historia de los siglos XVI y XVI, además de para quienes estén interesados en proyectos de ingeniería urbana. De vez en cuando, se permite alguna incursión en anécdotas de viaje, en sucesos personales, pero donde mejor se desenvuelve es cuando toca aquello que, aparentemente, más ama, que es la cultura que busca belleza. Las formas de arte, que es a lo que nos referimos, que han ido construyendo unas piezas del entorno urbano que nos remiten al agua. El trabajo de erudición es magnífico, como siempre, porque consigue dar orden a algo que no pareció ir creciendo para ordenarse bajo el centro de interés que ella construye. Las fuentes y los jardines han sido privilegios de clases altas durante siglos, que es algo que condiciona el tipo de cultura a la que atañe el texto. Pero sí existen apuntes a esa parte de la historia y a dónde encontrarla. Lo que ocurre es que aquí nos sumergimos en delicadeza, y para ello conviene evitar el barro, que también se forma con agua. Estamos, en definitiva, ante un ensayo sobre lo sublime en el que interfiere, eso sí, la condición humana, sobre todo la de los que intentan organizar desde arriba. Esa parte de la historia gesta interés en los momentos en que lo descriptivo no es suficiente. Y se agradece.

miércoles, 20 de marzo de 2024

TODOS LOS OJOS

 

Todos los ojos

Isobel English

Traducción de Julia Osuna

Muñeca Infinita

Madrid, 2024

158 páginas

 

 


Cuenta Jenofonte que los soldados griegos regresaban a casa abatidos tras una severa derrota, pero que cuando llegaron a lo alto de la primera colina que coronaron desde la que se veía el Egeo no dudaron en arrojar sus lanzas para abrazarse mientras gritaban: ¡el mar, el mar! La anécdota nos habla de lucha, de derrota, de depresión y de itinerario, y también del hogar, que es el lugar donde uno siente un amor reconfortante, que no es de un romanticismo desgastado ni de una sensibilidad adolescente. En el caso de nuestra narradora, de la protagonista de esta bella novela, Todos los ojos, debemos confiar que ese hogar se encuentre en algún rincón de la memoria que tenga una historia común con la isla de Ibiza, que a principio de la década de 1950 nada tenía que ver con la explotación actual. La criatura que crea Isobel English (Londres, 1920- 1994) encuentra un rincón del mundo austero, que aquí es tanto como decir hermoso, en el que apenas puede comunicarse en francés con un puñado de turistas y alguna persona del lugar que les atiende.

Pero no adelantemos tanto. En realidad, la estancia en Ibiza ocupa la última parte de la novela, y no es la más larga. Nuestra protagonista es un alma que tiene una sensibilidad impresionista. De hecho, su forma de expresarse a lo que más nos recuerda es a la delicadeza de los pintores clásicos, buscando sensaciones. Estamos frente a un texto sensorialmente vivo. Además, frente a una persona crítica sin maldad. La narradora es consciente de las costumbres británicas y de que es desde allí desde donde escribe, al tiempo que es de ellas de las que le gustaría escapar. Influida por el ánimo de unos amigos, decide emprender ruta hacia Ibiza, acompañada del que suponemos que es su novio. Debemos añadir que fue estrábica, porque ese defecto, ya corregido, cree que influye en su manera de mirar, en esta relación de un itinerario que es a la vez lírico y memorístico. Mientras nos habla de lo que le sale al camino, revisa su pasado, que es el otro camino que no cesamos de recorrer. Se ha propuesto un reinicio considerando que ojalá en su vida haya, y haya habido, poesía: «Quizá me tiene miedo por lo nerviosa que soy y por mis veinticinco años tan marchitos. O puede que ni me haya escuchado», dice tras no recibir respuesta al preguntar por una predicción meteorológica a cuenta del vuelo de las golondrinas.

Con esta misma intensidad es con la que elige y, si debemos fiarnos por el cuidado con que se expresa, consigue vivir, y con la que aspira a vivir la relación con la persona que le acompaña, resolviendo así cualquier duda. Como no puede ser menos, la muerte, la de alguna amistad, aflora aquí y allá en la memoria, como también lo hace la soledad, que no siempre sucede quedándose aislada de los demás. Tanto la una como la otra, las afronta nuestra protagonista con algo parecido a una resignación religiosa, pero sin religión. No hay un dios al que rezar, ni siquiera un espíritu correcto al que aspirar. Se trata de buscar la belleza, la calma, el bien. La búsqueda es, posiblemente, el tema principal de este encantador libro, como podemos deducir de este pequeño diálogo que sucede nada más llegar a Ibiza:

«—¿Cres que nos acostumbraremos a tanta belleza y tanto tiempo libre? le pregunto a Stephen. Ojalá encontrara un piano en el pueblo.

«—¿Por qué no aprovechas y te dedicas a beber como una esponja brandy a tres peniques la copa? me responde desde donde flota bajo las primeras capas de un sueño cada vez más profundo.»


Fuente: Zenda

lunes, 18 de marzo de 2024

EL BOXEADOR

 

El boxeador

Alfons Cervera

Piel de Zapa

Barcelona, 2024

150 páginas

 



Charles Chaplin idea una escena deliciosa: un mendigo, su personaje más popular, Charlot, encerrado en una cabaña en Alaska, muerto de hambre, se come su propia bota; pero no la devora con una pasión salvaje, sino que guarda la compostura en cada uno de sus gestos, limpiando la vajilla, mimando la bota dentro del agua caliente, agarrando los cubiertos con la cortesía del protocolo; el mensaje que nos llega es, claramente, el de la dignidad de la pobreza. La pobreza es una derrota. Hablar de la dignidad de la pobreza es lo mismo que hablar de la dignidad de la derrota. Si bien puede haber otras formas de estar en el lado opuesto de los vencedores, como en un partido de fútbol o baloncesto. Pero estos deportes que enfrentan a dos equipos se reproducen dentro del espíritu de las batallas. Esto nos lleva hasta los mayores perdedores que se han gestado jamás, que son los que sufren la derrota en la guerra. Condenados a la pobreza, a formas de miseria, se les priva incluso de voz, pues el relato que se instala es el de su oponente. De ahí el proyecto literario de alguien como Alfons Cervera (Gestalgar, Valencia, 1947), que nos lleva a los años posteriores a la Guerra Civil y a lugares alejados de las grandes poblaciones. Allí, en el mundo rural, en el monte, se esconden las historias que nadie va a heredar, las historias que él ve necesario crear, porque su obra es ficción, pero se nutre de lo posible. No hay nada que no pudiera haber sucedido y que, casi seguro, en realidad sucedió en términos muy semejantes a los que él utiliza.

Un anciano regresa a su pueblo de origen, desde el exilio en Francia, y lo hace solo. La soledad es fundamental para construir una narración, y también para saldar cuentas. A partir del reencuentro con el lugar, del que lamenta la desaparición por culpa de las pisadas del progreso, se entrega a fragmentos de memoria. Estos van construyendo la novela encadenando pequeños relatos que funcionan con autonomía, y que están unidos por una voz que es vital y crepuscular a un tiempo. Nuestro narrador nos habla de «uno más de los olvidos con los que se ha ido construyendo la vida en Los Yesares», para referirse a las historias que recrea. Certezas en su memoria, olvidos en la memoria social. «No le dije, porque entonces no lo sabía, que las guerras empiezan cuando empiezan y no se acaban nunca», comenta, explicando esta actualidad sobre la que construir todo un proyecto literario: el de aclarar que hubo vencedores y vencidos, que hay pobres y ricos, humillados y violentos. «Soy el crío al que los civiles quemaron los dedos con un soplete y se me quedaron las uñas azules para toda la vida», dice, este hombre cuya infancia no fue feliz y siente que la memoria le está fallando, de ahí esa necesidad de narrar, de hablar sobre la dignidad de la derrota. Esta es la dignidad que padece la mayor parte de la población, la de quienes en lugar de escribir la historia, como decía Camus, la sufren. Es decir, estos son los hombres y mujeres sobre los que se debería hablar cuando tratamos con la historia. Estos somos nosotros.

NOSOTROS, REFUGIADOS

 

Nosotros, refugiados

Hannah Arendt

Traducción de Lidia Suárez Armaroli

Altamarea

Madrid, 2024

105 páginas


 


El texto que rescata Altamarea, Nosotros, refugiados, de Hannah Arendt (Hannover, 1906 – Nueva York, 1975) es sensato, divergente, deslumbrante y conciliador. Se trata de definir, con el punto exacto de denuncia, el concepto de refugiado, a partir de su propia vivencia y de lo que sufrieron los judíos europeos en los años treinta y cuarenta. Definir, se nos advierte desde el principio, no es lo mismo que etiquetar: para lo primero hace falta sensibilidad, inteligencia, para lo segundo basta con un arrebato de agudeza. «Lo primero de todo: no quisiéramos que nos llamaran “refugiados”. Entre nosotros nos llamamos “recién llegados” o “inmigrantes”». Así da inicio la exposición que enseguida nos aclarará cuál es la seña de identidad del grupo: «Pero para reconstruir nuestras vidas hay que ser fuerte y optimista. Por eso fuimos muy optimistas». Es necesario tener el alma de un héroe para reinventarse desde el infierno.

Arendt expone el sustrato desde el que llegan a un territorio que, leyéndola, no nos atreveríamos a calificar de exilio, aunque esta palabra no cesa de asomarse, y de afectar a la pregunta de en qué puede transformar sus días: «Si alguien nos salva, nos sentimos humillados, si alguien nos ayuda, nos sentimos degradados». De hecho, entre ellos se comportan como el perro salchicha que al exponer su historia cuenta que antes era un San Bernardo. De ahí se puede deducir una de las constantes que atraviesan el texto, que es la tristeza. Sobre esa tristeza, ese vaivén, el que provocará el debate, Arendt indaga sin profundizar, apuntando ideas, acerca de la identidad judía, al menos en lo que atañe a estos recién llegados: «Nuestra lealtad, de la que tanto se duda hoy, tiene una larga historia. Es una historia de ciento cincuenta años de hebraísmo asimilado que ha llevado a cabo una empresa sin precedentes: hacer que los judíos, que no han dejado nunca de mostrar su propio no-hebraísmo, consiguieran seguir siendo judíos», comenta, antes de recordar que siguen sin sucumbir al desánimo, que se mantienen en el optimismo que nada sobre la tristeza.

El texto de Arendt es breve, nos habla del suicidio, de la libertad, de la piedad y, sobre todo, de la dignidad; nos habla de la humanidad a la deriva. Viene acompañado por un estudio de la filósofa romana Donatella Di Cesare (1956), que añade la idea del refugiado como fenómeno político, considerando que son «aquellos que los enemigos llevan a campos de concentración y los amigos recluyen en campos de internamiento». Se trata, en definitiva, de uno de los grupos de grandes perdedores. Di Cesare nos habla de la práctica imposibilidad de otorgarles derechos, de la incapacidad de resolver el problema mientras se mantenga viva la actual división del mundo en Estados nación. Se cuestiona si fuera posible otra forma de organización mundial pues la desgracia de los refugiados, a su juicio, no es tanto la falta de libertad como la ausencia de comunidad con el amparo de derechos que conllevaría pertenecer a alguna. Comunidad no significa nación, aclarará, pues confía en que se puedan crear comunidades al margen de las fronteras, pues creer en fronteras y acoger refugiados son dos actos incompatibles.

Di Cesare definirá el texto de Arendt como una expresión de denuncia política, impregnada por un pathos existencial, en el que destaca la agudeza y la melancolía. No cabe mejor esclarecimiento para una obra que también versa sobre uno de los grandes asuntos que no han abandonado a la humanidad desde los tiempos de Abraham: las concesiones de derechos de visita pero no de residencia, la relación entre la posesión del suelo y la posibilidad de transitarlo, la petición del derecho a circular libremente por el mundo frente a la idea de del derecho de quedarse en un lugar donde el mundo vuelva a ser común. Por todo ello, este texto breve debería quedarse a vivir con nosotros durante mucho tiempo, tal vez para siempre.


Fuente: Zenda

viernes, 15 de marzo de 2024

ELOGIO DEL CAMINAR

 

Elogio del caminar

Leslie Stephen

Traducción de Andrés Catalán

Ilustraciones de Manuel Marsol

Nórdica

Madrid, 2024

61 páginas

 



«Dicen los moralistas que cuando un hombre empieza a envejecer podría hallar algún consuelo a los crecientes achaques si echa la vista atrás a una vida bien aprovechada». Así comienza este precioso texto de Leslie Stephen (Londres, 1832-1904), conocido por ser el padre de Virginia Woolf. Su vida no se redujo al oficio de paternidad: Stephen fue presidente del Club Alpino londinense y editor de Alpine Journal. Es decir, Stephen estaba enamorado del aire libre y los beneficios de la vida al aire libre, que en la primera página de esta reflexión define a través de las palabras disfrute e inocencia. ¿Existe, acaso, un disfrute real si uno vive dentro de los antónimos de la inocencia: malicia, fullería, desconfianza, estafa? No. Porque los antónimos de inocencia producen dolor y el dolor es la máxima contaminación que existe en el mundo. Así pues, estamos en la balanza que pone a un lado la contaminación y al otro el aire libre, a un lado la inocencia y al otro la maldad.

Pero Stephen no nos habla de caminar como una gran hazaña, como un ejercicio deportivo, a pesar de mencionar a quienes recorren hasta cuarenta kilómetros cada día. Stephen vincula el paseo a la literatura, sobre todo a la literatura que comulga con la poesía o es, directamente, poesía. Su doctrina, expone, consiste en defender que «caminar es la mejor de las panaceas para las tendencias mórbidas de los escritores». Mórbidas, nada menos. Mórbida es cualquier forma de neurosis, la tendencia a la autocompasión en tiempos de crisis o la cobardía. Ante cualquier situación angustiosa, uno debe imaginar que su cuerpo es un agua de plata o es aire, pero no el aire mil veces respirado en las ciudades, sino el aire que vuela entre los árboles del bosque, sobre las praderas o acariciando el filo de la montaña. «Pequeñas imágenes de paisajes, que a veces no tienen que ver con ningún lugar concreto, me traen el leve aroma de antiguos paseos en agradable compañía, solitarias meditaciones y agotadores ejercicios, y sería un completo sinvergüenza si no reconociera que le debo ese relativo mérito a la inofensiva monomanía que tantas veces me llevo, por decirlo con una frase de Bunyan, de las diversiones de la Feria de las vanidades a las Montañas deliciosas del pedestrianismo». Así concluye este hermoso alegato a favor de una vida en la que los pies sean la fuente de contacto con la naturaleza.





 

martes, 12 de marzo de 2024

BAUMGARTNER

 

Baumgartner

Paul Auster

Traducción de Benito Gómez Ibáñez

Seix Barral

Barcelona, 2024

261 páginas

 



Lo que define nuestro paso al mundo adulto son las cosas en las que dejamos de creer. A fuerza de realidad, entendiendo por realidad lo más tangible, sustituimos la idea de volar por la de subirnos a un avión, la de hablar con los animales por domesticarlos o la del puro amor eterno por el sexo y algo de compañía. Pero si uno es medianamente imaginativo, sustituirá esas fantasías proyectadas sobre la vida cotidiana por una imaginación que se conjuga con las herramientas de eso que en narrativa se conoce como realismo: puede que no seamos capaces de respirar bajo el agua, pero sí de descubrir cómo podemos colaborar para mitigar el sufrimiento de un niño en un campo de refugiados. Hace falta mucha imaginación para seguir charlando con los amigos, para cambiar los pañales a un bebé o para cuidar de los enfermos.

La transición que han ido viviendo los lectores de Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947) tiene bastante de reflejo de este fenómeno: sus novelas que reflejaban tanto azar —El palacio de la luna, La trilogía de Nueva York, Brookly Follies— han sido una compañía semejante a la de los sueños de la infancia y adolescencia, y por eso mimo nos han resultado tan memorables, tan sanas, tan acogedoras. Pero ahora llega el momento de la realidad, de lo tangible, entre lo que se encuentra el paso del tiempo que es, por definición, la antítesis de lo que se puede tocar. Pero es lo mas real que sucede si nos atenemos a sus efectos en nuestro organismo. Es imposible que el cuerpo vuelva a ser el mismo. Auster ya no volverá a cumplir setenta y cinco años y se plantea qué es la vejez, eso que, a juzgar por las páginas que componen este Baumgartner, está sintiendo. Como en cualquiera que tenga por tentación y talento la fábula, será a través de la ficción como mejor pueda reflexionar acerca de este tren que nos arrolla.

Lo primero que uno identifica es la soledad. La mayoría de los personajes centrales de las novelas de Auster se han movido solos, siendo la soledad una forma no elegida de vivir. En este caso, Baumgartner, que es el apellido de nuestro intelectual protagonista, se ha visto abocado a esa soledad durante los últimos diez años de vida, desde la muerte de su mujer. En todo este periodo de duelo, ha vivido con el recuerdo de ella como quien sufre el síndrome del miembro fantasma, ese que nos hace creer que todavía existe el miembro que nos han amputado. Pero ha llegado el momento de volver a enamorarse, y pone su atención en alguien que es dieciséis años más joven que él. La sensación que da es que Baumgartner se enamora por inducción. Y, mientras tanto, asistimos a algo tan propio de la vejez como es la duda: cuando uno es joven está demasiado seguro de saberlo todo. Aquí sucede todo lo contrario, y ni siquiera sabe si lo adecuado es publicar la obra poética de la mujer difunta. Ni cómo debe afrontar la declaración ante su nuevo amor. Auster se entretendrá explicándonos de donde viene nuestro querido protagonista, hablando de la sociedad de patriarcado en la que habitaron sus padres, que contrasta con esta en la que uno está obligado a definirse en cada momento. Con estos mimbres, construye una novela que mantiene su estilo, su fluidez, su encanto. Resultará complicado valorarla, si es que la valoración supone poner nota, por todo lo que uno quiere a este escritor. Lo que es seguro es que sentirá, al final, que ha hecho muy bien en elegir leerla.

lunes, 11 de marzo de 2024

MOÇAMBIQUE en MUNDO NEGRO

 



Arranca este peculiar libro de Ricardo Martínez Llorca (Salamanca, 1966) asegurando que la memoria lo es todo para él, una frase que muchos suscribiríamos sin darnos cuenta cabal de las consecuencias. La memoria es una balsa de piedra. Y también un espejo poco piadoso.


Son meditaciones sin lirismo ni escarnio que encajan como incrustaciones preciosas porque rehúyen el énfasis. Nos desarman. Pero el arma que Martínez Llorca empuña mejor no lleva rastro de pólvora: es tinta china. 


No cae Martínez Llorca en el patetismo o el exotismo. No es ni libro de viajes ni crónica, sino mapa topográfico –al autor le puede el amor por la geología, y trata siempre, machadianamente, de diferenciar las voces de los ecos– de un microcosmos africano.


Busca el autor una cierta verdad, la de quienes viven su vida y seguirán viviéndola cuando los ojos del viajero vuelvan a su sitio.


Artículo completo: https://mundonegro.es/la-belleza-durisima/