lunes, 16 de abril de 2018

OBJETO DE AMOR

OBJETO DE AMOR

16 abril 2018Fuente: Revista de letras

Edna O’Brien | Foto: Guardian | Lumen
La literatura de Edna O’Brien (Irlanda, 1930) está atravesada por una forma piadosa de rencor. John Berger menciona el dolor de la memoria. Tal vez sea el mismo concepto. Las relaciones entre sus personajes y su vida parecen navegar de la mano. Por ejemplo, los protagonistas comparten el miedo a darse cuenta de que carecen del apoyo de los demás, algo que solo puede haber nacido del estudio del propio pasado. Al menos si, como es el caso, se recibe con tanta sinceridad como se leen los relatos de O’Brien. El ambiente en el que se sumergen la mayoría de los relatos que componen este volumen es el de la infancia de la autora: una vida rural no elegida, donde las miserias brotan de forma inevitable. En buena medida, es la destrucción amable del mito del Beatus Ille. Esa costumbre, por ejemplo, de los adultos de culpar de todo a los niños, a sus hijos, de hacerles sentir mal, pecadores, de estar jodiendo la vida de sus padres, viene dado por la lejanía del mundanal ruido, el de las calles de las ciudades. Ellos han nacido con ese estigma. O, para ser más exacto, ellas, pues son las mujeres las principales protagonistas. Si ser niño es un infierno, ser niño y del género débil supone carecer de paraguas contra cualquier arrebato. Y en un lugar donde a los adultos no se les pone trabas, donde la ley está tan lejos como en las películas del Oeste, un lugar aislado por las tierras campesinas, nadie te ampara. Y en caso de hallar algún consuelo, como por ejemplo a través de una profesora, una monja, este será un mito que, como tal, se vendrá abajo el día en que caiga la infancia.
“Mary deseaba ir a América en avión, pero se lo pensó mejor y pidió ganar mucho dinero para comprarles a sus padres una casa junto a la carretera principal”.
Lumen Ediciones
De este género es el deseo de las niñas cuando soplan las velas de la tarta de cumpleaños, puramente condicionados por el imperio de los adultos. Entre las páginas de los relatos, porque O’Brien es por encima de todo una narradora, se distinguen algunas frases que apuntan a un estudio psicológico de ese entorno social y de esas edades y géneros: “la acuciante convicción de no haber vivido aún” o “la extenuante costumbre de mantener la esperanza”, son dos ejemplos que hacen explícito lo que vivimos junto a los personajes, a las personas, a los individuos. En cuanto surge el plural, se da por terminada la ilusión del carácter propio: la gente es feligresía, el grupo es feligresía y como tal se comportan en cualquier reunión. Una cierta cualidad de secta, en la que los protestantes son apestados, por ejemplo, en la que es imposible encontrar tu sitio si no aceptas todos y cada uno de los preceptos, una maldición que acribilla los pequeños bildugsroman que son muchos de los relatos del libro: la niña se hace mujer, y lo hace con dolor, sin apoyos. Si los dramas los vivimos como pequeños es porque nos parece ver esa vida de lejos. Pero son superiores a cada humanidad de cada niña. Es decir, son enormes.
Obligados a vivir atormentados bajo los ojos de un dios del Antiguo Testamento, tener una amiga supone compartir soledades. Ese dios se interpone como mito y a través de los adultos. Los adultos, los padres y las madres, son grises, convencionales. Ellos pueden permitirse el lujo de la violencia y a ellas se les impone la certeza de vivir para ellos, de carecer de ilusiones propias. Ya no prodigan afecto, tal vez porque han aprendido a no sentirlo. No son los protagonistas principales, pero sí sus condiciones y los vaticinios de en qué se pueden convertir ellas: tullidos emocionales que se casan apresuradamente y viven con afán de censurar. Madre, padres y trabajo es la santísima trinidad que preside sus vidas. De esta manera, la infancia es todo lo contrario a lo que debería ser: alegría, libertad, juego y acontecimientos extraordinarios. A pesar de todo, insistimos, O’Brien cierra heridas, pero no hiere.
“Me suicido por falta de inteligencia y porque no sé ni he aprendido a vivir”, reza una nota de un personaje que demuestra que lo que él llama inteligencia puede conocerse, también, como sensibilidad.
Hay una frase final de uno de los magníficos relatos que componen este volumen, en ocasiones a la altura de autores como Flannery O’Connor, que dicta las que tal vez sean las voluntades que impulsan la escritura de Edna O’Brien mejor que cualquier análisis:
“La casa, las piedras calientes del camino, el fulgor del agua asomarían de vez en cuando a su memoria, sin duda; pero de él se olvidaría y lo relegaría a un rincón oscuro de su mente, al lugar donde acechan los fracasos”.

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