lunes, 30 de abril de 2018

CHUQUIAGO


Chuquiago. Deriva de La Paz
Miguel Sánchez-Ostiz
La línea del horizonte
Madrid, 2018
286 páginas

Si existe un género literario en el que la aporía es su esencia, ese es la literatura de viajes. Recordemos: aporía es un término griego que significa dificultad para dar un paso, en este caso, la práctica imposibilidad de resolver paradojas, razonamientos, problemas, dificultades lógicas y de índole especulativa. Todos los griegos son mentirosos y yo soy griego, es un enigma del que resulta imposible definir el origen de quien lo pronuncia o en cuál de los términos está el engaño. “Eres uno más en el barullo, en la riada de la vida, conviene que no se te olvide, antes de ponerte a dar lecciones”, es la aporía definitiva sobre el lugar que ocupa el viajero en el viaje, si viaja para reflejarlo por escrito o en fotografías. Para abogar por la humildad, nos evocan una reflexión que no debemos olvidar. Es decir, deja por un momento de ser uno más en el barullo de la vida y se coloca como maestro. No importa. Es un detalle. Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) reconoce que la aporía es la esencia de este género literario y tiene todo el derecho a convertirse en maestro de la humildad, otra paradoja.
El libro es bravo en todos los sentidos. De entrada, el amor confeso a una ciudad como La Paz viene definido por un primer encuentro violento, en el que sufre un robo. A pesar de ello, persiste y se convierte en un rompesuelas. En este caso no se trata de remitirnos a la historia o al arte, de diálogos sorprendentes ni de personajes de buena ralea como para reflejar su pasado. En este caso, se trata de ver de cerca. Olvidarse un tanto de la urbanización y construcción de la ciudad, en tanto a lo que se refiere a la valoración arquitectónica. La Paz es una ciudad ciertamente incómoda, pero si uno mira de cerca cada plazuela y cada callejón, descubrirá la vida de la gente a la que se le ha robado el derecho a escribir sus biografías. Vástagos de los desahuciados, apenas los tocados y los rasgos hacen referencia a unos orígenes que les otorgan cualidad como grupo. Como individuos, son supervivientes.
La calle es bullicio. Allí donde no llega el claxon, llegará el grito de la multitud manifestándose. En gran medida, La Paz todavía conserva el sueño de la lucha de clases callejera, es el último amor posible hacia la América Latina protestataria e injusta sobre la que vertieron sus canciones Víctor Jara o Los Calchakis. Sánchez-Ostiz busca sus amistades en el lumpen, aunque sean amistades de paso, porque viaja para buscar algo de lo que carece, la antítesis del lugar donde vive, otra aporía del viajero: el del mundo desarrollado entiende que el verdadero viaje es al Tercer Mundo, o a Manhattan. Pero Sánchez-Ostiz tiene muy claro que él quiere ver lo marginal, pegar la hebra con los dueños del lenguaje marginal y soñar sus mismos sueños. O al menos querer soñarlos, lo cual ya es mucho más valiente de lo que nos atrevemos a apostar cada uno de nosotros en cada día de nuestra vida. Él conoce el mundo a través de otros, de gente que sería pícara de no ser por la tristeza que supone el coraje al que recurren para vivir.
Y así es como se va enamorando de un lugar que ha construido, cómo no, sus propios mitos, los mitos del pueblo, esos que brotan sin querer y sin querer todos hacemos nuestros. Compartirlos también supone compartir amistad, el afán con el que viaja nuestro autor, que no niega el miedo que le recorre cuando entra en los lugares más sórdidos y, por tanto, más magnéticos. Nadie va a resolver esa nueva paradoja. Como nadie solucionará por qué seguimos empeñados en alabar la leyenda del fracaso en la lucha social. En cualquier caso, ese fracaso sigue siendo un imán para atraer turistas. Y así llegamos a la aporía final que se nos plantea en el libro, la que Sánchez-Ostiz reconoce con una sinceridad que otros autores ocultaron: ¿cómo se puede ser un humanista y limitarse a ser espectador de la pobreza? Tal vez con cariño. Que es como se deberían de resolver todos los problemas.

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