viernes, 2 de febrero de 2018

CODICIA

Codicia


Viajaba por codicia. Acumulaba matasellos en el pasaporte y carpetas de fotos en su cuenta de Facebook: India 2010, Nueva York 2010, Jordania 2011, Polonia 2009, Marruecos 2012… Pero era incapaz de plantearse que a las mujeres descalzas que pateaban los zócalos de México o los bazares egipcios les podían estar doliendo los pies. Ni siquiera pensaba que se veían reducidas a mendigar porque pasaban hambre. Y aun así, se permitía la frivolidad de presumir de su afán por los viajes. Y es que viajar por codicia oxida los sentimientos. Reducir el viaje a una experiencia física de la que presumir es reducirse uno mismo a una biografía: me he desplazado hasta allí, he sumado kilómetros y he posado para las estampas, he comido algo estrafalario, me he reído con y contra ellos, con y contra los otros, con y contra los extraños.
Porque entienden el viaje, al igual que el tiempo, como una mercancía más. Todo se puede medir, todo posee dimensiones, mientras se integre en una sociedad en la que el control de la propiedad es de corte capitalista. Como si uno fuera dueño de su viaje. Como si el tiempo del viaje fuera el del reloj y el del calendario, el que se acumula, el que se negocia y no el que debe ser: el tiempo del duermevela, el de la maternidad, el de la poesía y el silencio, el del enamorado, el de los ríos y el de las montañas.
Ni siquiera las grandes cumbres ni los más arriesgados Big Wall son una experiencia meramente física. O al menos no lo son para el que viaja hasta las montañas atraído por otras inquietudes que no son la codicia. Porque transformar el reto en una presunción es reducirse uno mismo a sus dimensiones, creer que uno es lo que se puede computar, lo evaluable, la apariencia. Hasta el extremo de asumir que la montaña es un deporte y no una experiencia de las emociones. Y en la educación sentimental no cabe estancarse. El que no se enriquece durante el viaje, el que no se enriquece en la montaña, regresa habiéndose embrutecido más. Porque va perdiendo la capacidad de celebrar. Y la celebración es, en buena medida, llegar a sentir los sentimientos de los otros.
¿Qué distingue al turista del viajero? ¿Qué separa al deportista del montañero o del alpinista o del escalador?
Supongo que la pista está recogida en las guías de tantas culturas que nos advierten contra el deseo. Porque la patología del deseo es la codicia. Supongo que cuando los hombres de las túnicas rojas que habitan en las mayores montañas de la Tierra nos ponen en guardia contra el deseo, contra la codicia, nos advierten de la mella que afecta a los restos de humanidad que uno carga dentro.
La experiencia del viaje, como la de la montaña, como la de la muerte –sobre todo la de la muerte-, debería hacernos mejores. Eso es lo que define al viajero, el resultado de su experiencia, el traslado al doble fondo de uno mismo. Y la montaña es un género del viaje, mientras que el viaje es, a su vez, un género de la poesía. Y nada hay menos poético que la codicia.


Fuente: La línea del horizonte

No hay comentarios:

Publicar un comentario