martes, 16 de enero de 2018

EL PARAÍSO DE LOS VELOS

El paraíso de los velos
Stéphane Chaumet
Traducción de Manuel Arranz
Pre-textos
261 Páginas



Por fin aquella familia tan pobre parecía haber alcanzado un poco de felicidad. Apenas les quedaba por aguardar a ese soplo revolucionario, que llegaría una primavera, para vivir la liberación que supusiera liquidar la parte de la tradición árabe que supone cerrar grilletes en los tobillos. Algunos de los miembros de la familia ya la veían venir. Bastaba con abrir las ventanas. Lo que no sabían es que tras la primavera árabe su tierra se sacudiría con un terremoto bélico que está durando tanto como sus anteriores vidas. O incluso mucho más. Pero en esos años, el 2004, el 2005, todavía un hombre que conserva la juventud de los treinta y pocos años, francés, de buena apariencia, podía instalarse en el país y redactar unas crónicas que no son ni periodismo ni dietarias. Lo que Stéphane Chaumet (Francia, 1971) practica en estas crónicas que configuran El paraíso de los velos, es la versión literaria de la costumbre de vivir. No se trata de correr riesgos, ni de interpretaciones a medio camino entre lo social y lo antropológico. Nada de deslumbrar con aventuras ni de presentarnos personajes tan extravagantes que rocen lo grotesco. Ni entrevistas a seres que deslumbran o que arrojan su vanidad al interlocutor. No. Son los sucesos que a un viajero vertical le salen al encuentro.
Convencido de que el viaje es algo muy distinto a la cuarentena de un programa de visitas, Chaumet se instala durante largas temporadas en Siria y aguarda a los acontecimientos que se imponen. Todos ellos vinculados a gente de lo que vendría a ser clase media en todos los sentidos, tanto el económico como las dudas sobre el respeto a la tradición o el impulso sexual. De hecho, en casi todas ellas Chaumet comienza describiendo su encuentro con alguien, o con un grupo de personas, pero termina con la relación que entabla con una mujer. Unas relaciones cuya temperatura sexual difiere, pero oculta. Solo nos da a entender que, si existe un potencial, este se puede desarrollar también allí. Tanto para una noche suavemente loca, como para una lealtad frágil. Mientras tanto, describe lo que ve y lo que alimenta a la gente que conoce. Menciona cierta estrechez de espíritu, que algunos sirios reconocen cuestionando la tradición, y los líos burocráticos que vive un residente.
Y así, con el fervor religioso en un plato de la balanza y los líos de faldas en el otro, Chaumet nos lleva a la balanza, o a lo que hace que la balanza esté en equilibrio. Por desgracia, hemos podido comprobar que ese equilibrio era una farsa, una bomba debajo del asiento. Pero Chaumet no predice ni se enrolla con diatribas históricas. Lo que destaca en sus crónicas son sus ganas de aprender, su ser sensible, en transición. No sabemos hacia dónde, pero en transición y sin negar su deseo de la caricia femenina. Se trata, pues, de unas crónicas sobre las barreras y el impulso para levantarlas, aunque de forma clandestina. Si no es observado, el pudor y su contrario no tienen figura. De ahí ese interés que va mostrando por conocer algo de la vida de las mujeres, por lo que existe detrás de los velos, pagando un peaje previo en las amistades con los hombres. Puede que la puerta de entrada a la crónica sea un matrimonio oculto, los prejuicios sobre una mesa en la que se comparte el té, la homosexualidad y la necesidad de guardar secretos, su espíritu de flaneur, o el calvario de un militar. Siempre parte de premisas como lo que supondría salir a un país periférico -hacerse explotar en Palestina o ser explotado en los Emiratos Árabes-, y la hipocresía imprescindible para la supervivencia. Pero intenta terminar con lo que merece la pena en cualquier lugar, algo como los labios de una mujer, que podrían estar tapados por los velos.


 Fuente: La línea del horizonte

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