jueves, 4 de enero de 2018

CONRAD, NARRATIVA BREVE COMPLETA

TODOS LOS MARES AZULES


La muerte constituye una fuente inagotable de mala literatura. Y este valle de lágrimas en el que caen toda suerte de chaparrones da pie a morir de muchas maneras, aunque la más frecuente se produce durante la vida, es decir, antes de que a uno le den sepultura. He conocido a un inglés, durante un viaje, que confesaba que en el baño de su casa había clavado en el techo un mapamundi geográfico, en relieve, de modo que mientras se bañaba revisaba los lugares del planeta que había ido visitando y aquellos que le gustaría recorrer. Su criterio lo marcaban las cordilleras, los espacios abiertos teñidos de amarillo, las cuencas de los ríos históricos y, por encima de todo, la lejanía de las aglomeraciones humanas. De alguna manera, ese inglés utilizaba la bañera de catafalco, como Drácula utilizaba el sarcófago para morir durante el día. El tipo consideraba que estar vivo era viajar. En buena medida, cualquiera de nosotros ha abierto un Atlas con intenciones semejantes a las del inglés, en algún momento de sus días, aunque a estas alturas ya resulta complicado marcar con precisión un espacio vacío al que acudir. Conrad lo hizo siendo un niño y consiguió alcanzar su sueño. Otros exploradores, como Richard Burton o el Duque de los Abruzzos repitieron idéntica operación, pero ninguno de ellos tuvo que sufrir una muerte en plena mitad de la existencia, pues ninguno de ellos abandonó del todo el viaje. Conrad sí lo hizo y fue así como se vio obligado a renacer, enfermo, con los ojos lavados de tanto mirar, pegando sus restos de vida a la existencia a través de la literatura.
Ya no era el joven huérfano que vagaba por los muelles del sur de Francia o del Támesis buscando un barco en el que le aceptaran en dirección a los mares del sur, que en cierta manera era su patria, pues venía de un lugar del frío en el que la disputa por arañar kilómetros a las rayas de la frontera le hubieran convertido en un nómada aunque no hubiera salido de casa. En lugar de verse obligado a aceptar ese pasado, eligió inventarse uno y este no fue otro que todos los mares azules. Pero, por encima de los demás, los mares de calor húmedo que ocupan la franja tropical del globo terráqueo. Fue un marinero feliz por haberse sacudido la caspa de un exilio nada voluntario para cargarse a la espalda la del exilio en el que los canallas de los puertos repartían miradas lapidarias y los comerciantes lucían un papagayo sobre el hombro derecho. En ese mar y en esos puertos había lucha, alguna honrada y noble, pero otra en los callejones, a base de puñaladas traperas, y ahí fue donde comenzó a sentirse libre. Incorporó a su alma las islas y las ensenadas donde se comerciaba legalmente con ron e ilegalmente con armas, y ascendió hasta primer oficial de la marina británica, un cargo que le permitió ver a los hombres nobles y a los desalmados como a un paisaje del que debía extraer el espíritu con todos sus atributos.
Hasta que la enfermedad, el cuerpo hecho una ruina, le hizo morir y construyó una tumba que era un hogar en los riñones de Inglaterra, para calzarse un bombín y un bastón y comenzar a reflejar lo que había aprendido en una lengua que adoptó como nueva patria. Escribía con una tensión reverencial, a la que se veía obligado por dos razones: en primer lugar porque cada palabra pesaba como una losa dentro de una lengua que iba descubriendo como quien aparta escombros para abrirse paso, y en segundo porque era incapaz de apartar de su cabeza la convicción de que la raíz ética se encuentra enlazada al mar. El reto más grande de un escritor es batirse en duelo y en reconciliación con el mar. Estos principios morales de Conrad consiguieron que en su literatura no hubiera una sola línea que rozara el ridículo, por mucho que en ocasiones le costara descifrarla al lector.
Y así construyó uno de los más grandes proyectos literarios de la historia, pegado a la existencia o, para ser más exactos, a la parte que importa de la existencia que es la vida. Aquejado por deudas y obligaciones, Conrad se vio en la tesitura de tener que escribir novelas voluminosas, para ser leídas por entregas o para complacer a los editores, en las que, con frecuencia, la trama y la acción se van rindiendo a medida que pasan las páginas, pero que conseguía sostener sobre los pilares de lo puramente literario, sobre eso que separa a la literatura del cine en el arte narrativo. Lord Jim, que tal vez sea la mejor de sus grandes novelas, se lee con mucha más avidez durante la primera mitad, en la que presenta el infierno que es tener una conciencia, que durante la segunda, en la que se trata acerca de la redención por la aventura. En El agente secreto se echa de menos el mar o las secuelas de los viajes. Salvamento no deja de ser un culebrón, pero la historia de amor con el calor pegajoso del trópico y el aislamiento y el lenguaje denso, hacen de ella una novela de escrutinio del alma. Tal vez sea en Victoria donde mejor dosifica los clímax de acción para mantener en vilo al lector, aunque el ansia de poder presente en Nostromo consiga un efecto parecido.
Pero será en la media distancia donde Conrad se instalará en un trono del que no ha existido escritor capaz de arrebatarle el primer lugar, aunque Henry James consiga en ocasiones desplazarlo. Esa media distancia es la de la novela breve o la del cuento largo, la que ocuparía en su momento entre cuarenta y ciento cincuenta pliegos manuscritos. Esta recopilación que Sexto Piso saca a la luz reúne todas las piezas que pertenecen al mejor Conrad. Para que los veintinueve relatos almacenen idéntico empuje, todos ellos han sido traducidos de nuevo por Carmen M. Cáceres y por Andrés Barba, quienes acometen el trabajo con el esfuerzo de saber que a Conrad no basta con traducirle: hay que reescribir de modo que su prosa no pierda consistencia. No cabe flaquear ante ese narrador de Conrad, siempre dotado de una verborrea en ocasiones tan inverosímil como para hacer de ello una virtud y mantenernos en vilo a lo largo del trayecto por el río Congo hasta el corazón de las tinieblas. Aunque escriba en tercera persona, su narrador siempre será más omniscente en lo que atañe al alma humana, o a las almas de sus personajes, que a las hazañas o desventuras. Sabrá ocultar parte del mundo de manera que postergue el punto álgido, sin que se pierdan las referencias que nos atan al relato, como por ejemplo sucede en, Gaspar Ruiz, donde uno sabe, porque así nos lo mencionan, que el protagonista es capaz de gestas sobrehumanas, pero no se imagina hasta qué extremo hasta que no llega a leer el brutal desenlace.
Son, por otra parte, los hombres nobles en la debilidad, conscientes de que su nobleza mantendrá su integridad, aquellos por los que siente y logra que sintamos especial ternura, situándolos en un segundo plano, pues por delante quedan las querellas. Como ocurre en La línea de sombra con el cocinero Bascombe, que es el que sobrevivirá en nuestra memoria después de leer un relato de fantasmas sin fantasma. O el capitán Whalley de El fin de las ataduras, un hombre incompleto que posterga la muerte para dejar una herencia a su hija, en la que las quinientas libras son una metáfora de redención por haber sido marino, alejado de la familia gran parte de su vida, y su serang ese compañero sin el cual la vida carece de sentido: es preferible vivir sin ojos que sin compañía. El cómplice secreto atosiga por la desesperada experiencia que vive el capitán que acoge a un intruso en su barco.
Hasta la estupidez está presente como una parte inseparable de la condición humana en relatos como Una avanzada del progreso y, por qué no, en la motivación que lleva a unos oficiales a postergar su destino de enfrentarse a punta de sable en El duelo. Quizá sea esta obra la única que se ha llevado al cine con éxito, si bien para ello se hubo de depurar el texto hasta el hueso, para luego reinventarse la historia, pues de ese calibre es la escritura de Conrad, tan puramente literaria. La experiencia la repitió con éxito Coppola en Apocalypse Now, donde muy a su pesar tuvo que añadir un trasfondo bélico para traducir la consistencia del horror con una intensidad semejante a la novela en la que se inspira.
JuventudTifónLa posada de las dos brujas o El alma del guerrero son algunas de las obras de las que uno guarda gran recuerdo porque también llega a leerlas como impresiones físicas. En la descripción, Conrad ha sido el gran maestro, tanto para lo siniestro como para lo noble o los duelos del corazón. Por todo ello, esta recopilación merece figurar en nuestra mesa de lectura durante unos buenos meses y, quién sabe, tal vez volver a leer cada página después de haber cerrado por primera vez el volumen. Decir que aquí está todo lo mejor de Conrad equivale a decir que aquí está todo lo mejor de la literatura que importa, la que nos contiene como seres morales, la que duda de un destino teledirigido por drones, la que nos hace torpes frente a la batalla, testarudos en las convicciones de generosidad y débiles de corazón. Pero conocer nuestra debilidad nos hará más fuertes.

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