viernes, 29 de diciembre de 2017

OTRO AÑO NUEVO

Otro año nuevo
Ricardo Martínez Llorca


Los dígitos clavados en el salpicadero del coche marcaban las doce horas y un minuto, un minuto más tarde del instante que no quería vivir otra vez. La escarcha había empañado los cristales con unas láminas como la piel del hielo, aislándole de la brea que rodeaba el vehículo, aparcado entre los árboles. Esperaría hasta que el reloj marcara las doce y veinte, no fuera a ser que el reloj marchara con retraso.
Además, en su casa estaría su tío Miguel permitiendo que un reguero de espuma de champán se le vertiera barbilla abajo, y el sobrino de cuello corto pateando la mesa, y los gritos de ¡bien bien bien! que atraviesan los vidrios que dan a la calle para anunciarle que los vecinos están celebrando la visita de un año virgen, como si todavía no hubieran aprendido que poco es lo que se puede esperar del calendario.
“¡Maldita sea!”, pensaba. Aquel había sido un mal año. Tanto que había empezado a fumar. Se había negado a acostarse con su jefe cuando este le declaró su pasión el día del orgullo gay, lo cual a punto estuvo de costarle el despido pese a que, a modo de compensación, él le había presentado a Alberto, su mejor amigo, un homosexual convencido que se hacía llamar Bert cuando se vestía de Drag Queen. La calefacción de su piso había dejado de funcionar. Once revistas habían rechazado la publicación de su primer cuento. Vivía solo desde hacía diez meses, y la única ocasión que tuvo de llevarse una mujer a la cama en todo este tiempo se estropeó a causa de un portazo mal dado al cerrar el coche: la guantera se abrió y la figurita de la Virgen de Fátima, tallada en plástico, con gotas de agua bendita en su interior y un imán en la base, regalo de tía Concha, rodó hasta el regazo de la muchacha quien cambió de parecer y se bajó del vehículo.
El reloj marcaba las doce y cuarto. Giró la llave, puso el motor en marcha. Abrió las compuertas de la calefacción para que el aire desempañara los cristales. Entonces, por el cerco que se abrió entre la cutícula de escarcha, observó una luz pequeña y redonda moviéndose entre la oscuridad, desapareciendo tras las líneas verticales de los árboles, acercándose con un movimiento pendular.
“Vaya”, pensó, “si esto es una película de miedo acabaré con la cabeza abierta, pero si se trata de un cuento de navidad, estoy a punto de recibir a un ángel que me mostrará cómo hubiera sido la vida si yo hubiera venido al mundo con el cordón umbilical rematado por un nudo de horca alrededor de mi garganta”.
Deslumbró al dueño de la linterna encendiendo las luces largas del coche. El cristal estaba lo bastante limpio como para poder conducir sin peligro, la palanca de cambios encajada en primera, el pie izquierdo sobre el embrague, los seguros de las puertas echados y la ventanilla bajada un centímetro.
“Veamos quién eres”, se dijo.
Poco a poco, el contorno del portador de la linterna se fue definiendo, un tipo de mediana edad, lleno de huesos que le sonaban al andar, como tablas de San Lázaro, que a pesar del frío se vestía con una camiseta blanca en la que resultaba sencillo identificar a los personajes, uno naranja y otro amarillo, uno Epi y otro Blas.
El tipo se arrimó a la ventanilla del conductor.
-¿Necesita algo? –le preguntó, ya que el desconocido no decía nada y empezó a sentir lástima por él.
-Sí.
El tipo enfocó con la linterna el interior del coche con un chorro de luz tan débil que no alcanzaba a atravesar el vaho sobre el vidrio. Los ojos del desconocido se entrecerraron. “Creo que está tratando de identificar quién soy”, pensó él.
Presionó levemente el acelerador, se cercioró de que el freno de mano no estaba echado y le volvió a preguntar:
-¿Necesita usted algo?
-Sí –dijo, y calló de nuevo.
Un segundo más tarde, maldiciéndose por hablar como cuando cogía el teléfono, insistió:
-Dígame.
-¿Ha visto un perro?
-¿Un perro?
-Sí.
-No. No he visto nada. ¿Se le ha escapado?
-Sí.
-¿Cómo era?
-Canela y blanco, y como así de alto –desde su sitio, el asiento del conductor, no podía ver la altura a la que el desconocido había colocado la mano.
-No –dijo él-, no lo he visto. Si lo encuentro procuraré avisarle. ¿Dónde estará usted?
-Allí –contestó-. En la granja.
“En cualquier caso”, pensó él, que no sabía de qué granja hablaba, “nadie me obliga a nada, y si no puedo avisar pues no puedo avisar”.
-Me lo regalaron cuando tenía diez años –soltó el desconocido.
-Vaya –dijo él-, lo siento –pero en realidad se preguntó cuánto vive un perro. “Este hombre no baja de los cuarenta años”, pensaba -. De acuerdo, si lo encuentro le aviso.
El desconocido esperó un segundo antes de responder:
-Es muy bueno.
-Bien. Discúlpeme ahora –dijo, llevando la mano derecha a la palanca de cambios-, pero me tengo que ir –y luego lanzó unas sílabas zurcidas con la costumbre-. Feliz año nuevo.
El desconocido se apartó y entonces él sintió un ruido sordo, un golpe, un temblor como si a las ruedas traseras les hubiera entrado hipo. “¡Maldición!”, pensó. Puso la palanca de cambios en punto muerto, tiró del freno de mano y empujó la puerta sin reparar en que con el impulso se había abierto la trampa de la guantera y la figurita de la Virgen de Fátima rodó bajo el asiento del acompañante.
Saltó al exterior y se arrojó sobre el desconocido, que miraba cómo iba deshinchándose la rueda que acababa de rajar.
-¿Qué mierda estás haciendo? –escupió, paralizándose al comprobar el tamaño del cuchillo que colgaba de la mano del desconocido.
Sin dejar de mirar a la rueda, con la cara color hueso y el tono de voz indiferente, el desconocido replicó:
-No quiero que atropelles a mi perro. No otra vez. No este año.


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