viernes, 8 de diciembre de 2017

CANSASUELOS

Cansasuelos
Seis días a pie por los Apeninos
Ander Izaguirre
Libros del K.O.
Madrid, 2015
110 páginas



El día que uno olvida los mares azules, al ilusión del sol de invierno en las mejillas cuando el termómetro baja de cero grados o las líneas rotas de los perfiles de montaña que pierden la densidad del color a medida que se alejan, ese día está más cerca del suicidio. Y este vendría tras una toma de somníferos para intentar quedarse para siempre en el sueño, donde no le duele la espalda ni la cabeza. Sobre la mesilla de noche, habría dejado una nota pidiendo que esparcieran sus cenizas bajo un árbol al que trepó con cinco años, y pidiendo, también, que por favor no se preguntaran nada. Pero para no perder la memoria que a uno le permite seguir valorando cada día, seguir siendo la parte bondadosa de quien ha sido, la buena moral que sintió frente a los más hermosos paisajes, cabe el recurso del cuaderno de fotografías o de la escritura de una crónica.
Aunque el tono de las crónicas viajeras de Ander Izaguirre (San Sebastián, 1976) sea desenfadado, sus pretensiones, sin llamar a engaño, son las de contribuir a no perder la memoria. Son las de conservar una experiencia junto al tarro de mermelada de la abuela, ese que nos mantiene a flote durante la tempestad. En este Cansasuelos. Seis días pie por los Apeninos, Izaguirre mantiene su estilo fresco, oral. Ese que requiere muchísimo trabajo, muchísima dedicación y muchísimo talento para lograr el efecto de la espontaneidad. A lo largo del relato de esos seis días en que recorrerá los montes que separan Bolonia de Florencia, en compañía de una mujer de la que solo conocemos la inicial de su nombre, S, y su oficio de fisioterapeuta, Izaguirre iguala camino y memoria. “La alquimia consiste en separar lo falso de lo verdadero”, dice que dijo Paracelso. Y también la crónica como método de conciliarnos con el relato de una vida. Un relato que uno refleja con más sabiduría si lo practica caminando, porque caminando se piensa mejor, es decir, se avivan buenos sentimientos.
Izaguirre escribe con un ritmo que apenas permite descansos, sin ornamentos, eficaz. Y junto a sus pequeñas aventuras, como salvar a un caracol de ser pisoteado, va mencionando algún detalle biográfico de Da Vinci, por ejemplo. O repite los pasos por los que transcurren las calzadas romanas, pues para él caminar cobra mayor sentido si lo hace por los lugares por donde pasó antes tanta gente, como si así comulgara con ellos, obtuviera el beneplácito de aquellos espectros. Y presta especial atención a sucesos que ocurrieron durante la Segunda Guerra Mundial. Por la sencilla razón de que hay un antes y un después, porque esa guerra provocó que la gente de la región sintiera que volvían a nacer.

Lo curioso es que este estilo parlanchín, pero serio, con la seriedad de lo que hoy es divertido y mañana será melancolía, esté escrito bajo un principio que él mismo confiesa: “Caminar es callar, escribir también es callar, no se puede escribir sin callarse primero y sin callarse bien”. De ser esto cierto, bienvenido sea este silencio, de poco más de cien páginas, que endulza la tarde de los lectores.

Fuente: La línea del horizonte

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