sábado, 2 de diciembre de 2017

AVIONES DE PAPEL

Antoine de Saint-Exupéry
Aviones de papel
Montse Morata
Stella Maris
Barcelona, 2016
315 páginas

Queremos tanto al Principito

Que lo esencial es invisible a los ojos, que solo se ve con el corazón lo que de verdad merece la pena ser visto, es una de las grandes mentiras de la historia de la literatura e incluso de la filosofía. Pero una de esas mentiras a las que es imposible no tener cariño. Que lo escribiera Sain-Exupéry, que era aviador en un tiempo en que no era posible volar con un ojo vago, que era escritor en la época en que se escribía a pluma sobre cuadernos con tapas de cuero, resulta de lo más paradójico. Y si uno, además, ha leído toda su obra y no solo El Principito, sabrá que para este hombre la mirada lo era todo, que de su punto de vista, de su perspectiva, era de donde venían las ideas que sugería, más que enunciarlas. Que descubría a través de la mirada, porque esta era la puerta del alma o el alma, y su punto de vista le orientaba en el mar de sargazos que es la vida, para definir un sentido de la justicia que solo es creíble si tiene la dosis justa de ingenuidad. O eso, o no hay poesía. Esa mirada era una herramienta a través de la que conocía el planeta, una puerta de entrada y salida, que le llevó a concluir que, por encima de todo, hay que ser sencillo. En eso radicaba su proyecto ético y estético, su humanismo, su escritura, su vuelo, su vida.
Estas conclusiones sobre Saint-Exupéry, que ya intuíamos, son las que persigue Montse Morata (Madrid, 1976), en esta biografía crítica del escritor francés. Morata escribe bien, muy bien, aunque en ocasiones su música debería variar un tono, al tiempo que varía la actitud de Saint-Exupéry en el episodio que menciona. No plantea ninguna estructura arriesgada, pero sí se permite, cuando es conveniente, los saltos temporales sin que perdamos el hilo cronológico de la vida de adulto de Saint-Exupéry, que es la que ocupa casi toda la obra. Y esos saltos temporales generalmente tienen por destino la infancia, el niño que seguía siendo. Porque la infancia es algo que siempre nos está ocurriendo, aunque sea porque siempre nos ocurre su ausencia. Y así va desgranando esa vida llena de pequeñas cosas comunes, sin pretensiones de hipérbole, que llevó el autor de El Principito y Tierra de los hombres, esas que nos hacen felices o desdichados que en nuestro país a quien más puede recordar es a Antonio Machado. Estas dos obras son a las que más recurre Morata para establecer puentes entre las dos creaciones de Saint-Exupéry: su literatura y su vida. Porque era una de esas personas que tenía la impresión de no encajar en el mundo, de ser una pieza de otro puzle, y por tanto la necesidad de inventarse. Algo frecuente en las personas a las que les afecta tanto la reacción de los demás. A su socorro llegaron las experiencias atravesando los Andes en plena tormenta, o quedar varado en medio del Sáhara, la Guerra Civil española y su activismo en la Segunda Guerra Mundial.

Pero esos registros pertenecen a la gran historia. Esta biografía nos habla del hombre que disfrutaba en las tertulias, del soñador que hubiera deseado que cocinar una tortilla fuera algo lírico, de ese buscador de hombres y en consecuencia de ese poso de tristeza. La relación emocional con los animales que mantuvo durante su niñez, su patria, será su refugio en los tiempos del cólera. Lo que de pequeño significó el juego, de mayor lo sustituyó un hedonismo empeñado en ser compatible con la generosidad. Y con el perfeccionismo a la hora de escribir. Su formación literaria sería algo así como la formación pictórica de Rousseau, el Aduanero. Manteniéndose al margen de la vida cultural, inventando su propia obra. En una época en la que se imponía la musculatura de la prosa de autores como Malraux, Saint-Exupéry se empeñaba en ser legible. Ninguna de sus analogías es difícil de reconocer. Eso es lo que nos descubre Morata sobre Saint-Exupéry. Eso y su camaradería, su amistad, cómo disfrutaba idealizando, observando que la aventura verdadera será la aventura poética. Y que la libertad real es la del pensamiento, pero su expresión está en el movimiento. De ahí que volar diera sentido a su vida.

Fuente: La línea del horizonte

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