martes, 21 de noviembre de 2017

Begoña Huertas

En 1998 publiqué mi primer libro, Tan alto el silencio, en la colección Punto de Partida de la editorial Debate. 
Entonces Constantino Bértolo se dedicaba a su actividad favorita: descubrir nuevos valores. 
Cuando salió publicado mi libro, la lista ya era bonita: Lo peor de todo, de Ray Loriga, Los aéreos, de Luis Magrinyá, La noche mineral, de Francisco Solano, El frío, de Marta Sanz, y algún título más configuraban la selección. Sigo estando orgulloso de haber compartido ese catálogo y sigo agradecido a Constantino, que fue, en buena medida, un padre literario. 
He seguido leyendo a varios de los compañeros de catálogo. Algunos triunfaron entre el público, un éxito que ahora está algo sobrevalorado, y cuando digo ahora me refiero a lo que último que han publicado. Otros no cesaron de mejorar, alguno hasta el punto crítico en que se ven obligados a escribir para seguir siendo escritores. Y eso determina sus últimas obras, demasiado complacientes. Pero tuvieron un pico de la ola al que merece la pena regresar.
Pero a mí me llamó la atención una casi desconocida Begoña Huertas. Su primer libro de relatos, A tragos, era bastante digno. Pero cuando leí Por eso envejecemos tan deprisa, supe que estaba frente a una escritora de primer orden. Es una novela que no tiene nada que ver con mi mundo personal, es un realismo cotidiano con el voltaje en que uno se reconoce, que me impresionó por eso, por lo difícil que es lo sencillo. 
Y es por eso tengo ya sobre la mesa El desconcierto (Rata:_Books), porque confío en ella y por lo que supone para mí que otra gente vincule enfermedad con literatura.
Enhorabuena, Begoña. Será un gran libro. Seguro.


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