martes, 28 de noviembre de 2017

A CIELO ABIERTO

A cielo abierto
Antonio Iturbe
Seix Barral
Barcelona, 2017
615 páginas

Antoine de Saint-Exupéry (Lyon, 29 de junio de 1900-isla de Riou, 31 de julio de 1944) escribió y dibujó El principito. Solo por eso ya deberíamos quererle. A pesar de que su mejor obra, la más sensible, la más humana, la más épica y la más lírica, sea Tierra de los hombres. Pero además de todo ello, uno está convencido de que Sain-Exupéry tenía dentro más humanidad que cualquiera de nosotros. Le faltaría tiempo para conmoverse, para enviar un contenedor de mantas a los países que sufrieron un terremoto, para convertirse por sí solo en un equipo de salvamento en una riada, para acoger refugiados. Saint-Exupéry no descansaría hasta reunir las siete mil millones de firmas, que se corresponden a los siete mil millones de humanos que pueblan la Tierra, a través de Change.org, para protestar contra la tortura, e incluso ofrecería cambiar su corazón por el del negro de Alabama condenado a muerte sin suficientes pruebas, porque no existen pruebas suficientes como para condenar a nadie a muerte. Ver el rostro de un sociópata de Wall Street le provocaría varias horas de fiebre, que solo se curaría recitando Los Versos del Capitán o El Cantar de los Cantares. Los libros eran sagrados, incluidos los de las religiones, en el altar de Saint-Exupéry, que contaba con una caja de lápices Alpino, la que utilizó para dar color a los dibujos de El Principito, porque sin esos lápices no hubiera podido inventar la cobra que se tragó un elefante.
Fue un hombre sensible, que se reconocía en el Renacimiento más que en cualquier otra época, y eso que su mirada de pez le alejaba de los retratos de Rafael tanto como el caparazón de una tortuga la aleja de la posibilidad de volar. No consentía las desdichas, y uno se lo imagina leyendo El Quijote sin dejar de soltar lágrimas, tantas como para inundarle los pulmones, porque era el tipo de gente que no lloraba frente a los demás, pero se tragaba la tristeza que le producía las desdichas de Alonso Quijano, que tanto han hecho reír a tanta gente. De hecho, si Saint-Exupéry paseaba por la calle esquivando las heces de perro, lo hacía por respeto al resto de vida que suponía el excremento, no por miedo a entrar en su casa, llena de refugiados, con las suelas sucias. Por suerte para la literatura, supo evitar que la metáfora de volar se convirtiera en su obra en pornografía sentimental, como hizo Richard Bach, que escribió la historia de una gaviota que disfrutaba volando en lugar de volar para sobrevivir, porque se creía mejor que las demás. La metáfora de Ícaro es algo terriblemente humano en Vuelo nocturno, por ejemplo, un relato estremecedor sobre sus pasos por los Andes, para llevar el correo desde Buenos Aires a Santiago de Chile, orientado por las estrellas y sorteando cumbres de siete mil metros. Pero en Tierra de los hombres, como en El Principito, volar coexiste con el desierto. Un accidente del vuelo solo puede terminar en el paisaje que es, a su vez, metáfora de la soledad. La gracia absoluta que no está permitida al hombre, excepto a través de las máquinas, que es volar, da con sus huesos en la supervivencia hostil. Es cierto que en el cielo no hay nada que no sea aire, como en el desierto no hay nada que no sea arena. Pero mientras en el cielo uno se siente libre, en el desierto se considera encerrado en una celda sin muros. Paradójicamente, que la línea del horizonte esté tan lejos, provoca claustrofobia.
En todas estas versiones de la sensibilidad era un especialista Saint-Exupéry. Por desgracia, Ciudadela, la que iba a ser su obra más poética y tal vez la más intelectual, quedó sin acabar y cuando uno la lee siente lástima porque se da cuenta de que le falta una revisión para igualar a El libro del desasosiego, por ejemplo. Pero a todo esto, y antes de que escribiera Ciudadela, una obra que comenzó con el primer vagido, aunque él no lo supiera, Saint-Exupéry practicó la costumbre de vivir. Su formación como piloto, a la par que la de dos de sus amigos o correligionarios, Jean Mermoz y Henri Guillaumet, coincidió con la época más dura de la historia de occidente, con el descanso que hubo entre la gran guerra que comenzó en 1914 y terminó en 1945. Una época en la que la industria de la aviación pasó del globo hasta alcanzar casi la velocidad Match 1, pasando por el biplano, que tal vez sea el único avión romántico de la historia. Pero para llevar el correo desde París a Senegal, o desde Buenos Aires a Santiago de Chile, fue necesario esperar a que alguien ideara cómo cerrar la carlinga. Mientras tanto, Saint-Exupéry y sus dos amigos se enamoraron y cayeron en las desgracias del amor. Conocieron la amistad y, lo que es casi imposible a estas alturas, la compartieron y la celebraron. Volar les privaba momentáneamente de las turbulencias terrestres y los príncipes de la guerra, que al final tuvieron que sufrir. Fueron bohemios, vividores sin necesidad de alcohol, pero fumadores empedernidos. Siguieron soñando con volar sin avión, algo que a lo que más se parece es a estar enamorado, aunque esto suene a tópico.

Sobre esto ha escrito una novela Antonio Iturbe (Zaragoza, 1967), A cielo abierto, con la que ha aterrizado en la pista del Premio Biblioteca Breve. Iturbe también está enamorado de Saint-Exupéry, de la metáfora del vuelo y de la lucha por lo imposible, tanto en el esfuerzo físico como en la pasión. La novela es extensa y ligera. Recomendada para los reos de insomnio o para las vacaciones en las que compartimos con los pilotos esa parte del cielo, que es un buen tumor al que llamamos sol.

Fuente: La línea del horizonte

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