martes, 31 de octubre de 2017

EL MAR

El mar
John Banville
Traducción de Damián Alou
Anagrama
Barcelona, 2006
219 páginas
15 euros

Esto: ¿hacia dónde?

La respuesta a la pregunta con que se encabeza la reseña, es el título de la novela: hacia el mar. Ahora bien: ¿qué es el mar? El mar, al menos en el mundo estético, parece ser un ente colmado de tópicos: un lugar de idílico placer contemplativo, un remanso en el que dejar perder el pensamiento, un encuentro con la paz interior y con nuestro espíritu satisfecho con su pasado… Un lugar azul, un horizonte. Una visión romántica, un ojalá, cuya única contrapartida, en el mundo literario, fue su versión como plaza donde batallaron los héroes de Conrad y Stevenson, quienes son, a juicio del que escribe y más aún tras la lectura del libro de Banville, los mejores escritores de la historia. Para no llamar a engaño, comenzaremos diciendo que Banville se encuentra cómodo en ese refugio de lugares comunes (o, por mencionarlo con un galicismo que acierta de pleno con el análisis, un refugio de ideas recibidas). Basta echarle un vistazo al argumento, tan tenue como carente de importancia: un deprimido escritor que enviudó hace un año, busca consuelo en la región de la costa irlandesa donde de niño acostumbraba a veranear con sus padres. Lo demás, ya se sabe: recuerdos de los amigos más especiales que tuvo, roces con la gente con la que comparte espacios sin convivir, enfrentamientos con una hija que está pasando la última etapa de su adolescencia… y un insólito suceso del pasado, conocido la “extraña marea”, que, cómo no, llevará implícita una tragedia.
Hay que agradecer a Banville su franqueza. En seguida coloca las cartas sobre el tapete, boca arriba, de tal manera que arroja fuera de la narración al lector que no comparta su juego. ¿Y en qué consiste ese juego? Básicamente, en su intención de ser impresionista, es decir, de captar los instantes, los detalles que componen un cuadro embriagado de sensaciones. De ahí que halla recurrido a la primera persona como sujeto narrativo, para permitirse la libertad de divagar, de rumiar asociando sensaciones a momentos, a tenues episodios sin relato. Dicho de otra manera, el narrador se estudia a sí mismo constantemente, pasando, con el rigor de la memoria, de un tiempo a otro. Y así, este observador meticuloso muestra demasiada confianza en su estilo como gancho de atracción, de tal manera que el impresionismo va quedando atrás, y ese punto de falta de imaginación del que adolece nos lleva hasta un libro barroco, narcisista. Quien quiera entrar en su juego, a quien le divierta, se le dará la bienvenida. Pero al que le cueste soportar composiciones retóricas como “La pérdida, el dolor, los días sombríos y las noches de insomnio, esas sorpresas tienden a no quedar registradas en la placa fotográfica de la imaginación profética”, le desaconsejamos que hinque el diente a este prisma de doscientas y pico páginas. Basta revisar un poco esa frase para comprender que, tratándose de un ser melancólico, pérdida, dolor, días sombríos e insomnio son la misma cosa. En este caso, un afán de rellenar páginas que, por alguna razón que se me escapa, contribuyó a que los miembros del jurado de Premio Man Booker optaran por esta novela como ganadora. Se supone que ellos dieron con la clave sobre qué pretende la suma de huellas de la memoria, de estupor declarado y nostalgia sin recato. Y es que Banville no es Proust: el pasado platónico carece del peso del polvo retozando en el aire.
Cabe destacar, eso sí, la intuición de la pregunta clave en la obra: “¿Dónde está la gente?” que jamás se formula en voz alta. Ahora bien, si alguien es capaz de aguantar el monólogo de un tipo capaz de reprocharle a su hija su ausencia durante la convalecencia de la madre por encontrarse estudiando fuera del país, que abra esta novela. Los demás, guardaremos una prudente distancia.


Fuente: Tribuna/Culturas

FLANN O'BRIEN

La vida dura
Flann O’Brien
Traducción de Iury Lech
Nórdica
Madrid, 2009
202 páginas

En Nadar-dos-pájaros
Flann O’Brien
Traducción de José Manuel Álvarez
Nórdica
Madrid, 2010
316 páginas



De todas las citas con las que se publicitan las novelas de Flann O’Brien (1911-1966), publicadas por Nórdica a lo largo de los últimos años, sin duda la que se lleva la palma es el piropo que dedicó Dylan Thomas al libro más ambicioso del escritor irlandés, En Nadar-dos-pájaros: “Este es justo el libro que uno puede regalar a su hermana si es una chica borracha, sucia y malhablada”. Así expresado, uno puede creer que al abrir estos volúmenes se va a encontrar con una especie de predecesor de Bukowski, una novela repleta de costras de alcohol y calzoncillos sucios por el suelo del apartamento. Sin embargo, cuando uno empieza a leer a O’Brien, comenzando por las novelas publicadas con anterioridad –El tercer policía, La boca pobre y Crónica de Dalkey-, el lector se da cuenta de que se encuentra, en primer lugar, frente a un fino estilista, alguien que utiliza el lenguaje con la precisión de un bisturí, y en segundo lugar que su sentido del humor se asemeja más al de los absurdos imaginados por Boris Vian que al grotesco del alcohólico americano. Al igual que hizo el escritor francés en obras como La hierba roja,  El Arranca-corazones e incluso en La espuma de los días, O’Brien nada en un delirio similar al de los sueños en todo, excepto en la organización de un plan previo. En El tercer policía, por ejemplo, se pretende llegar al mundo de la pesadilla a través de un humor del absurdo en ocasiones tan gamberro como el de los hermanos Marx, y a esa demoledora impresión de asfixia se llega por acumulación de desatinos; partiendo de lo cómico, de la burla, se alcanzará lo macabro. De esa índole es la coherencia de esta obra, esta metáfora de una vida que nos desborda. En Crónica de Dalkey, la experimentación narrativa y la piromanía están al servicio de la parodia de un país, Irlanda, católico, puritano y con una tradición céltica y mágica, algo que se reproducirá, también, en En Nadar-dos-pájaros. Si escribió La boca pobre en gaélico, fue para profundizar en la sátira de la autocompasión que en ocasiones puede desprenderse, a juicio de O’Brien, del carácter irlandés; de ahí, por otra parte, la influencia de la narrativa picaresca en este relato, en el que se suceden las desgracias fruto del azar, que es la verdadera expresión del destino.
De nuevo recurrirá O’Brien a un arranque propio de la novela picaresca para afrontar la narración de La vida dura, acaso la menos pretenciosa de su obra: dos hermanos son abandonados por su madre y adoptados por un familiar cuya inocente locura contiene rasgos religiosos y puritanos, un fanatismo rígido que igualmente le impulsa hacia la bonhomía. Conocemos la historia a través de la voz del pequeño de los dos hermanos, que actuará de testigo de los hechos que protagonizará el primogénito, unos actos descabellados, sin otra malicia que la de salir para adelante en la vida a base de ingenio. El mayor de los hermanos, verdadero protagonista de la novela, se irá convirtiendo en un estafador, en un embaucador repleto de ocurrencias tan disparatadas como impartir cursos de funambulismo por correspondencia, lo cual dará pie a que O’Brien haga un descomunal despliegue de imaginación al reflejar cómo vende humo su criatura. Y es que el delirio será, nuevamente, una fuga de la vida real. Al igual que lo serán esas conversaciones pedantes, llenas de un patetismo de corte religioso o eclesiástico muy barato, esa teología de andar por casa en la que se enfrascan el párroco y el tío de los protagonistas, carente de atributos intelectuales o sentimentales. El sentido cronológico del relato, en el que se respeta el orden biográfico, lo transforma en una novela de iniciación, dato que comparte con la picaresca, pero también es parte fundamental de la morfología del cuento clásico: salir al mundo y descubrirlo. Y vuelve a estar presente esa impresión de denuncia, esa sátira hacia una Irlanda desplazada por su vecino imperial, que se ve a si misma como el patio de atrás del Reino Unido, de los irlandeses que se sienten desplazados, domados, grises, que pasan la mayor parte de sus horas bebiendo. La mayor pega que tiene esta divertida novela es el exceso de confianza que muestra su autor en que sus propias ocurrencias basten para sostener las doscientas páginas del relato. De ahí ese carácter de obra menor con el que se ha calificado a La vida dura dentro de la obra de O’Brien, pues se echa de menos la atmósfera sin oxígeno de alguna de sus otras novelas, o las complejas trampas cruzadas presentes en En Nadar-dos-pájaros.
Esta última, En Nadar-dos-pájaros, es, posiblemente, su novela más ambiciosa y su esfuerzo literario más pegado a la literatura. Tal vez demasiado pegado a la literatura: una narración en la que no sucede nada (“la conversación adquiere carácter de ensueño; y la acción de sonambulismo”, dice Eamon Butterfield en su prólogo), en el que el discurso delirante parece estar siguiendo los planes de la casualidad, un laberinto con tres comienzos y tres finales para desplegar toda una erudición en función de la parodia de un país, Irlanda, del que no se salva ni siquiera un texto tradicional del siglo XVII como El frenesí de Sweeny, un gigante que vive en el bosque y que puede dar saltos que son auténticos vuelos, una metonimia de la tradicional narrativa mágica céltica. Pero no es una crítica a su país lo que O’Brien plantea; más bien se limita a abrir un debate, a cuestionar los respetados pilares sobre los que se cree haber construido una identidad cuya solidez se tambalea ante la falta de respeto que muestra por las ideas heredadas como bienes absolutos. Hay tanto amor como sorna en cada una de sus descripciones, en cada una de sus enumeraciones.
En realidad, y partiendo de esta tradición o de la idea de que un tipo escriba un libro sobre otro escritor que vive en un hostal rodeado por los personajes que él mismo ha ido creando, se trata de una novela metaliteraria, de una experimentación en la que se diseccionan todos los meandros que la metaliteratura ha podido recorrer, lo cual explica los elogios que le dedicaron autores como James Joyce o Borges, pues no se renuncia a las reflexiones sobre la función de la novela, ni al intertexto o al debate sobre el plagio o al homenaje poético, ni a la presencia del autor dentro de la obra compartiendo vida con los personajes, ni a la interpretación de los hechos que protagonizan en digresiones o divagaciones de apariencia gratuita, ni a los saltos en la voz narrativa. Sería demasiado recurrente referirse aquí a las matrioskas como al andamio de la novela expuesto al público, pero es inevitable hacerlo. Los fragmentos que componen esta novela son de muy diversa índole, y su ilación es idéntica a las costuras de los sueños. Pero de nuevo O’Brien vuelve a caer en el efecto de la obra anteriormente reseñada: esa ironía como forma de saber, ese exceso de conciencia intelectual trasladada a la comedia, se prolonga demasiado; la novela no decae ni pierde el interés para quien aprecie este tipo de literatura, pero para el resto de los lectores trescientas páginas de un texto frío terminan por ser una experiencia que requiere un trabajo innecesario. Sea como sea, llegue a donde llegue el lector, el esfuerzo habrá merecido al pena.
Aunque resulte una conclusión sorprendente, hay cierto existencialismo latente en la lectura de estas cinco novelas. No se trata de reflejar el absurdo de la vida, de indagar en si esta merece la pena ser vivida o no. Leídas una detrás de otra, uno no deja de cuestionarse si esa pregunta no se la hacía el propio O’Brien todas las madrugadas, en el momento de apagar el despertador. De ahí que huyera al delirio al igual que el hombre inmerso en una depresión huye de la realidad durmiendo, refugiándose en el sueño y en el espejismo cómico. Es en este sentido en el que O’Brien se muestra muy superior a Boris Vian, el escritor con quien le comparábamos al inicio de esta reseña, siempre más pegado a sus personajes, a sus historias de amor, y con una visión menos periférica del resto del mundo cuando afrontaba sus ficciones.


Fuente: Quimera

HOMBRE LENTO

Hombre lento
J. M. Coetzee
Traducción de Javier Calvo
Mondadori
Barcelona, 2005
259 páginas
17 euros


Al final, resulta que una vida es la historia de un naufragio. Lo más importante es aprender cómo agarrarse a la tabla de salvación sin mostrar vanidad ni autocompasión. Este es el tema de la nueva novela de Coetzee. Y para enfrentar al protagonista a su situación, acelera el proceso de envejecimiento, le hace ser víctima de un accidente, cuando marchaba en bicicleta. Esta confrontación con el mundo nuevo, tiene como consecuencia la amputación de una pierna. Y así, un hombre de sesenta años, a quien se le deberían de ir apagando las energías de vida poco a poco, se encuentra transformado en un inválido.
A partir de aquí, el relato se convierte en la descripción de una extraña depresión: el protagonista ha dejado de ser dueño de lo que entra y sale en su vida, y establece una complicadísima relación con la gente y consigo mismo. De ahí esa farragosa confusión emocional que le lleva a enamorarse, en términos platónicos y pasionales, de su enfermera croata. De ahí su decisión de convertirse en benefactor de la familia de la mujer, pues no reconoce entre sus posibilidades otra estrategia de conquista posible. El hombre solitario, que lamenta no haber tenido hijos cuando se siente débil, se extraña de convivir con quienes le ayudan. Cualquier postura, tanto suya como de los demás, incluida la escritora Elizabeth Costello, cuya aparición nada entre lo metaliterario y una conciencia especular de pensamiento disidente, es una postura incómoda. Cuando el protagonista se pregunta qué es la vida, lo que hace es ocultar la cuestión de por qué es la vida. Y será Costello quien le enfrente a su existencia con intención de que reconozca su derrota a manos del destino, a la vez que le espolea a vivir una vida que merezca la pena ser narrada.
Coetzee recurre al presente verbal para eludir los sermones; nada hay dispuesto para recordarnos cuáles son nuestros pecados. Los sucesos, los diálogos, son algo que le está ocurriendo al lector en el instante que lee, de manera que si pretende extraer alguna conclusión moral, debe hacerlo independientemente del texto. Esta autonomía narrativa será la que irá abriendo llagas referidas tanto al pasado -¿qué es lo que de verdad debería haberme importado mientras vivía?-, como al futuro -¿existe una manera digna de no ser indiferente a lo que vendrá?-. Y estas dudas surgen ante la sorpresa que es encontrarse de nuevo con la gente, con unas personas que no cesan de desconcentrarle. Además, el protagonista, el hombre lento, habita en una gran ciudad, donde nadie conoce a nadie, de ahí la necesidad de la presencia de la Costello, de una omnipotencia limitadísima, capaz de aglutinar a los seres que le interesan a Coetzee en esta excelente novela sobre la vejez y sobre el miedo.

Fuente: Lateral


EL PÁJARO CARPINTERO

El pájaro carpintero
James McBride
Traducción de Miguel Sanz Jiménez
Hoja de lata
Xixón, 2017
446 páginas

El nombre es tan conocido que podrías tratarse de cualquiera: al margen de John Brown, solo se nos ocurre míster Smith para ocultarse en un hotel de mala muerte. Sin embargo, existe un John Brown en la historia de Estados Unidos tan carismático como influyente. John Brown fue un abolicionista que no tuvo pegas en recurrir a ciertas formas violentas para romper la estructura de una violencia mayor, como la de la esclavitud. John Brown representa la famosa frase de Kirshnamurti, según la cual quien sienta que no encaja en una sociedad enferma, está sano. En esta estupenda novela de James McBride (Nueva York, 1957), Brown es en buena medida el paisaje. Sobre la figura de Brown actúan los personajes. Pero Brown es, a su vez, un personaje, aquel a quien sigue un chico desde los doce a los quince años, disfrazado de chica, gracias a su androginia, para superar escollos y, para nuestro disfrute, verse envuelto en líos. John Brown visto por Henry Cebolla Shackleford, que es como se llama el narrador y protagonista, es una caricatura muy verosímil de lo que pudo ser el verdadero Brown, un personaje que, como referente social, obtuvo elogios de su contemporáneo Thoreau, sin ir más lejos.
Pero Cebolla es alguien que no ha tenido acceso a lo que hizo de Brown un líder. Nuestro narrador es analfabeto funcional. Lo cual se traduce en una voz con la sintaxis oral correcta -hay que imaginarse lo que supondría para alguien hablar sin interrupción durante tanto tiempo como el que dura la novela-, pero cuya traducción a escritura solo puede ser la de una jerga. La decisión de Miguel Sanz Jiménez de respetar este espíritu, hace de su labor algo mucho más que una reproducción en otro idioma. Su trabajo como reescritor es memorable. O, tal vez, deberíamos decir como traductor de prosa. El resultado de su labor convierte en algo así como un camino de cabras las primeras páginas de la lectura, hasta que nuestro oído se hace con el esquema oral y a partir de ahí se nos revela una narración pura. El orden cronológico y la sucesión encadenada, en la que van y vienen actores, nos hace dudar sobre si existe un plan previo a la escritura de la novela. Pero lo que importa, a dónde quiere llegar McBride, está bien definido y mucho mejor conseguido. Esta narración bebe de Mark Twain, tan verosímil como humorístico, tan vital como increíble. Bebe de la picaresca, sí, pero del pícaro que no será capaz jamás de dominar su destino. A lo largo de la novela, Cebolla tendrá que adaptarse a las situaciones, pues todas le superan a él.

¿Existe una definición más certera del realismo? Aparentemente, nos encontramos con una obra de humor. Pero los tres años de vida de Cebolla son trágicos, difíciles, duros e incluso comprometidos. Por momentos, sería mejor no haber vivido ciertas circunstancias, por mucho que muevan a sonreír. Vivir es algo muy serio. De ahí que McBride intente poner una guinda a nuestras tardes de lectura, un pastel tras la siesta, un poco de mermelada en la tostada a punto de caerse. Y todos, incluido Cebolla, sabemos qué lado de la tostada será el que toque el suelo. No siendo dueños de nuestro entorno, sabiendo que el mundo es más fuerte que nosotros, en cierta medida todos debemos aprender lo que aprendió Cebolla: que vivir, por mucho que nos haya dolido, es algo que está bien si sabemos que podremos contarlo de manera que los demás se rían de nuestras desdichas. Así, gracias a la caricatura, se transforman en hazañas.

Fuente: Culturamas

lunes, 30 de octubre de 2017

EL LIBRO DE LOS PECES DE WILLIAM GOULD

El libro de los peces de William Gould. 
Un libro en doce peces
Richard Flannagan
Traducción de Gema Moral
Literatura Random House
Barcelona, 2017
413 páginas

¿Qué es la literatura? En realidad, algo muy sencillo, aunque tal vez un poco largo. “Si tu camino es recto como el de los romanos tendrás suerte si consigues tres palabras: Veni, vidi, vinci. Si, por el contrario, lo que tienes es un tortuoso camino de cabras como los griegos, ¿qué consigues? Toda la maldita Odiesa y Edipo Rey, eso es lo que consigues”. La literatura es, pues, algo tan sencillo como una maldición. ¿Hay algo más maldito que ser artista y criminal dentro de la misma piel? Porque ese es William Gould, el personaje protagonista y narrador de este libro en doce peces. El arranque tiene bastante de clásico: un manuscrito encontrado. Pero en este caso, fue un manuscrito perdido y luego reescrito por Richard Flannagan (Tasmania, 1961), de quien hace poco reseñábamos la extraordinaria El camino estrecho al norte profundo. La reescritura obliga al autor a referirse al protagonista en primera o tercera persona, en función de la proximidad de la influencia del acto: si afecta al personaje, será en primera persona, si es un paréntesis narrativo, resumirá recurriendo a la tercera.
William Gould escribe la mayor parte del libro en la cárcel. Se trata de una versión marina de cárcel, afectada por las mareas, que inundan la celda. Llega incluso a valerse de la tinta de una sepia encallada para escribir, así como de su propia sangre, y de una pluma tallada en el hueso de un ave. En realidad, Flannagan está llevando al extremo recursos clásicos de la novela europea. Rinde tributo a Cervantes y a Dumas, y a la novela itinerante inglesa, e incluso a un pintor como Constable, ya que el Gould confiesa que intenta escribir como pintó el clásico inglés. Pero también rinde tributo a Audubon, quien dibujó aves con una exactitud verosímil, que será el maestro de Gould a la hora de dibujar los doce peces que dividen los acontecimientos de la novela. Y cada uno de los peces está dotado de humanidad, al igual que cada humano que aparece será caracterizado por rasgos propios de tal o cual especie animal. La animalidad dará personalidad a los personajes, y condicionará la aventura que se desarrolle en cada momento. Unas aventuras que pueden tener el calado y el antojo que cabe en el más amplio espectro y seguir siendo creíbles, porque se desarrollan en un territorio vacío, en la Australia y Tasmania colonizada por la primera gente que desembarcó allí. Ambiciosos, valientes, desesperados, delincuentes, calaña, tiranos con una vasta extensión de tierra por delante, y ninguna ley. En ese sentido, es una novela fronteriza.

Los castigos y las torturas no obedecen a nada que no sea capricho o leyes neuróticas del poderoso de turno. Gould, desde una celda insalobre, narra viviendo lo que fue una colonización que imita grotescamente a la civilización. Sus sueños de evasión se corresponden a las actitudes bárbaras, y las actitudes bárbaras a la construcción sin medios, sin ejército, sin disciplina, de una colonia en la que uno puede poner muchos kilómetros de por medio para aislarse, pero así jugarse la vida. En este territorio, los vínculos siempre se establecen entre dos personas. Raro es encontrar una relación a tres bandas en la novela. Y raro es no darse de bruces, en cada página, con la estupidez humana, que es el tema de la obra: un monumento a la estupidez. Solo la simbología de los colores salva a Gould de convertirse en otro animal. Eso y el anhelo de escapar, reflejado en los peces como en las prisiones con forma de torre se refleja en las aves. Y sí, finalmente, Gould conseguirá escapar. La crueldad de la supervivencia en la naturaleza hostil es de un gore hiperbólico. Lo hiperbólico ha atravesado toda la novela, pero ha sido verosímil. La exageración de una colonización bárbara es tan grotesca que impide el reflejo de lo pícaro. Y la novela picaresca subyace en la estructura de la novela. Otro tributo a los clásicos, sí, pero que en el caso de esta magnífica obra, al contrario que en el de la novela europea, consigue convertir la locura real, la inhabitable, en papel.

Fuente: Culturamas

EL INTÉRPRETE DEL DOLOR

El intérprete del dolor
Jhumpa Lahiri
Traducción de Gemma Rovira Ortega
Salamandra
Barcelona, 2016
221 páginas

La India es varios géneros literarios. Un país con cientos de idiomas y dialectos, con un panteón de dioses que ocuparía cada una de las estrellas de nuestra galaxia, con tanta belleza como decadencia, lleno de gente bondadosa pese al malestar que refleja el coeficiente Gini, ese que mide la desigualdad económica, y con infinidad de exiliados distribuidos por todo el planeta. Existe, entre estos géneros literarios, uno que protagonizan los autores que heredaron esa cultura familiar, pero que son de segunda generación, nativos de otros países. La mayoría de ellos escriben en inglés para retornar al país al que pudieron pertenecer de haber nacido unos meses antes. La pregunta es ¿por qué esa necesidad de conocer la India? ¿Por qué esa exploración de los vínculos con la India y la aceptación de un mundo nuevo, que es, a su vez, su mundo nativo? ¿Por qué necesitan recurrir a la actividad creativa para resolver la aceptación de dos patrias? Pues siendo su vida ya propia de la cultura occidental, existe un cordón umbilical que lleva su cuerpo astral de regreso a la India. El caso de la literatura de Juhmpa Lahiri (Londres, 1967) es el del reconocimiento de las relaciones cotidianas, de los pequeños vínculos de amistad, amor o contacto social entre gente de clase media de distintos orígenes.
Para ello, Lahiri utiliza solo lo necesario. Nada de fuegos artificiales literarios ni en la estructura ni en el lenguaje. Historias sencillas en la que los matices afectivos que afectan a los personajes son los mismos que nos podrían afectar a cualquiera de nosotros. En Una anomalía temporal observamos la disociación cognitiva pareja de un matrimonio; los cónyuges se ponen de acuerdo en que deben mantener los mismos secretos para figurarse así la felicidad, de forma que se avista así la pérdida de la identidad, disuelta en la ficción que ellos crean.
Cuando el señor Pizarda venía a cenar brota de la situación de un emigrante que vive, en Estados Unidos, una vida que no es la suya; su origen y el tiempo que le toca vivir, la guerra que termina con la secesión de Bangla-Desh, influyen en el personaje con quien nos identificamos, una niña que está convencida de que eso no debería ser lo que más importa. El intérprete del dolor es una llamada de atención sobre el arquetipo de familia, pues no existe la familia virtuosa ni siquiera si está integrada socialmente y los miembros se quieren y están de vacaciones. Y así va desgranando temas como el destino de los pobres, que es la marginación, o la inexistencia del pasado-presente-futuro, porque las cosas sencillamente suceden. Hay personajes que deciden vivir en el pasado y para quien los encuentros con otra gente son un encierro, odios y egoísmos subyacentes que dificultan la cercanía, el rechazo de una epiléptica que sueña con la falacia de la media naranja para sanar, o la comprensión sentimental, que triunfa donde no llega la razón a la hora de establecer una relación entre un joven inmigrante indio y una centenaria anciana que le da hospedaje.
En definitiva, estamos frente a una gesta en la exploración de quiénes somos.

Fuente: Culturamas

Cinco formas de sentir el viento

Cinco formas de sentir el viento


con-las-suelas-al-viento



Con las suelas al viento
Martín Casariego
La línea del horizonte
176 páginas




Grandes personajes de todos los tiempos pasados por el tamiz literario del escritor Martín Casariego. Si la historia del viaje es la de una persistente incomodidad: la de permanecer quieto y la de convencerse de que siempre se está mejor en otra parte, nada mejor para ilustrarlo que esta galería de esforzados trotamundos, valerosas viajeras en busca de otras culturas y personajes nada comunes que escribieron la gran Historia pero también pequeñas historias insólitas. Hombres y mujeres excepcionales seducidos por la magia del horizonte y el secreto de la vida intensa. Así asoman a estas páginas desde entusiastas viajeras de la antigüedad, como Egeria; a exploradores, peregrinos y navegantes de todo tiempo como Marco Polo, Ibn Battuta, Hernán Cortés, Domingo Badía, Richard Burton, Sven Hedin o Roald Amundsen y mujeres fuera de lo común, para las que el viaje siempre fue una doble aventura, desde Mary Wortley Montagu, a Alexandra David Néel o Ella Maillart, con la que se cierra este elenco de personajes fuera de lo común.
Nos ha costado incluir un libro más de lo habitual, y no por falta de títulos, sino porque, hasta la fecha, en un artículo en el que aparecía una selección, un libro de perfiles, como este tan bien trazado por Martín Casariego, supone perfiles dentro de perfiles. Los textos son breves y potentes. Casariego ha hecho un extraordinario trabajo sobre los primeros grandes viajeros, y una demostración de lo importante que es la sencillez en la literatura.
a-favor-del-viento



A favor del viento
Jim Lynch
Traducción de Itziar Fernández Rodilla
Alianza de Novelas
368 páginas



Uno de los sueños infantiles que permanecen, para siempre, en los sótanos de la memoria, fatalmente acobardado por el empuje de lo cotidiano y la maldición de llamarte soñador por querer tener un deseo, el deseo de navegar, el deseo de ser Robinson, el deseo del mar. Esta novela, con algo más que tintes autobiográficos, es una reproducción cautivadora de lo que podría haber sido la vida de una familia navegando a vela, dando la vuelta al mundo. Ante esa dificultad, cabe, siempre, quedarse con lo que importa: frente a la realidad, el viento en las velas, frente a los motores del asfalto, la inmensidad del mar y, por encima de todo, saber que vives bajo el cielo. ¿Cómo se puede vivir sin ver el cielo?
Joshua Johannssen ha pasado toda su vida entre veleros. Su abuelo los diseñaba, su padre los construía y competía en ellos; su madre, obsesionada con Einstein, sabe por qué y cómo funcionan (o no). Josh y sus dos hermanos llevan la vela en la sangre, y su patio de juegos fue el estrecho de Puget, en el estado de Washington. Pero tanto su hermana como su hermano huyeron hace muchos años: Ruby a África, entre otros lugares, para hacer buenas obras en tierra, y Bernard a quién sabe dónde en el mar, como fugitivo y pirata. 
Con la sensación de haber llegado a los treinta y uno de repente, Josh (que repara barcos de todo tipo en un puerto deportivo al sur de Seattle) se siente dolido y confuso por lo que quiera que fuese mal en su volátil familia. Sus padres no se hablan, su desconcertado abuelo bebe cada vez más y él mismo (pese a su incesante y cómico frenesí de citas en línea) ni siquiera está cerca de encontrar novia. Pero, cuando los Johannssen se reúnen inesperadamente para la regata más importante en estas aguas (todos juntos en un velero clásico que construían hace décadas), encontrarán sus destinos y llegarán a conclusiones reveladoras.
en-el-silencio



En el silencio
Wade Davis
Traducción de Nuria Molines Galarza
Pre-Textos
1.144 páginas




Una bellísima edición de un colosal trabajo de diez años. Wade Davis, de quien ya conocíamos su solvencia como escritor de viajes por su obra El río, nos reproduce algo más que la vida del gran mito del alpinismo, George Mallory. Puede uno asustarse ante el volumen, pero la experiencia merece, y mucho, la pena. El libro es la obra maestra que leeremos este año los amantes de la montaña. Un aviso: siendo puro relato, las intenciones de Davis son las de dejar claro quién era Mallory y de dónde venían él y sus compañeros en las expediciones al Everest. Unas personalidades construidas durante la Primera Guerra Mundial en la que todos fueron perdedores, en un imperio británico en decadencia y con unas absurdas luchas fronterizas más allá de Europa. El libro destila literatura, porque permite que sea el lector el que saque las conclusiones. Ya se sabe, la teoría del iceberg: el relato, pese a las mil páginas, solo muestra lo que se ve por encima de la superficie del agua.
En el silencio recrea la historia definitiva de los aventureros británicos que tras sobrevivir a las trincheras de la I Guerra Mundial, siguieron jugándose la vida con el ascenso al Everest.
El 6 de junio de 1924, dos hombres salieron de un campamento encaramado a 7.000 metros en un saliente de hielo, bajo el borde del collado Norte del Everest. George Mallory, de treinta y siete años, era el mejor alpinista de Gran Bretaña. Sandy Irvine, de veintidós años estudiaba en Oxford y tenía poca experiencia en la montaña. Tras más de una década de exhaustiva investigación, el explorador y autor de superventas Wade Davis recrea con gran verosimilitud los esfuerzos heroicos de Mallory y sus compañeros, y sitúa sus destacables logros en un abrumador contexto histórico: desde las ambiciones imperialistas británicas del siglo xix, a la guerra que dio forma a la generación de Mallory. Su país estaba roto y las expediciones al Everest emergieron como un poderoso símbolo de la redención y esperanza nacional. En su extensa exploración, Davis logra crear un retrato atemporal de aquellos hombres tan particulares y de la época tan extraordinaria que les tocó vivir.
Las-puertas-del-infierno



Las puertas del infierno
Richard Crompton
Traducción de Dora Sales Salvador
Siruela
260 páginas



Nos hemos pensado mucho el incluir este libro en la selección. No es montaña, no es mar. De hecho, no es viaje y es ficción. Pero sí, hemos querido hacer una excepción porque es Kenia. Y para todos, Kenia es África. Por una vez, debemos rendir homenaje al gran continente de la exploración del siglo XIX. La novela se nos presenta con el aspecto de una trama de detectives protagonizada por un tipo al que el sistema ha marginado. Sus denuncias le condenan a un exilio y en el exilio, como es de prever, el lugar en el que dan los huesos pasa a ser un personaje tan importante como el protagonista de la historia. El detective y Kenia. África y la denuncia. Siguiendo un tanto la estela de obras como El jardinero fiel, nos llega Las puertas del infierno, que nos mantendrá atados al sillón con tanta maestría como una película de Spielberg. Recordad: existen días de lluvia, uno días en que leer es una opción perfecta.
El detective Mollel, destinado a un pequeño pueblo perdido en un extremo del Parque Nacional de Hell’s Gate como «recompensa» por denunciar la degradación de las altas esferas del Gobierno de Nairobi, está convencido de que su carrera ha terminado para siempre. Además, ¿es su herencia de guerrero masái un lastre para poder desempeñar su labor conforme a las normas del sistema?, ¿y si a pesar de estar del lado correcto de la ley resulta casi imposible discernir dónde reside la justicia? Pero cuando una trabajadora de unos grandes invernaderos de rosas destinadas a la exportación aparece ahogada, Mollel empieza a darse cuenta de que los tentáculos de la corrupción han alcanzado también, ese remoto lugar del país: enemistades tribales, caza furtiva, poblaciones desplazadas, escuadrones de la muerte que superan en número y en armamento a las autoridades encargadas de detenerlos...
A la vez que nos transporta a uno de los escenarios más complejos y fascinantes del continente africano, Crompton radiografía honesta y convincentemente la Kenia actual, una nación que se debate entre el poderoso apego a las tradiciones y el avance irrefrenable de la globalización, logrando así integrar toda la riqueza de una cultura ancestral en una absorbente y contemporánea trama de novela negra.
medio-planeta




Medio planeta
Edward O. Wilson
Traducción de Teresa Lanero
Errata naturae




Este es un libro que nos hará ser mejores personas. A la montaña o al mar, lo dicta la experiencia, no hay que ir con el alpinista más fuerte ni con un surfista de competición. Hay que ir con la mejor persona. Al mar o a la montaña, uno debería ir con alguien como Edward O. Wilson, un hombre que no se cansa de construir un proyecto moral, ético, siendo su especialidad las hormigas. La compasión por el hermano incluye cualquier ser vivo. En una época que se califica de Antropoceno, en el que el hombre es el centro del mundo y todo está a su disposición, sin armadura ni batalla, Wilson lucha por una Tierra sin pobreza de ningún tipo. La deriva nos lleva hacia una época cero, sin naturaleza. De ahí esta propuesta, bondadosa, en la que se requiera la bondad como esfuerzo, que es un crecimiento intensivo, en lugar de extensivo, lo cual permitiría salvar a los millones de hambrientos y a todas las especies, incluidos los siete millones de animales y plantas que se calcula que todavía no conocemos. Si hay un libro imprescindible, es éste.
Edward O. Wilson, padre de la biodiversidad, es el biólogo más reputado de nuestro tiempo, uno de los pensadores más influyentes de la actualidad y uno de los mejores divulgadores científicos. Su nuevo libro es un ensayo imprescindible sobre el riesgo al que se enfrenta la biosfera ante el cambio climático, así como un plan realista y necesario para enfrentarlo y garantizar la vida en nuestro planeta.
En un simple parpadeo de tiempo geológico, los seres humanos nos hemos convertido en gobernantes de la vida en la Tierra, pero también en responsables de una extinción masiva de especies (la sexta que ha conocido el planeta en sus 4.500 millones de años) que amenaza con destruir su biodiversidad y pone en entredicho nuestra propia supervivencia. Desaparecen los últimos rinocerontes de Sumatra, pero también incontables especies microscópicas, imprescindibles para garantizar la salud de los ecosistemas. Y si el calentamiento global sigue su curso, el clima se desestabilizará definitivamente y las actuales olas de calor se convertirán en norma. Necesitamos una solución rápida, viable y con un alcance equivalente a la magnitud del problema. Wilson nos propone una: la solución del Medio Planeta. Este volumen es, por tanto, un libro de intervención, el más apasionado y reivindicativo de su autor. Un ensayo de alcance político que se presenta como un bellísimo canto a la riqueza natural y a la preservación de las tierras salvajes. Aquí, el conocimiento científico y el activismo medioambiental se hilvanan con las experiencias personales, las aventuras en los lugares más salvajes y las anécdotas de toda una vida como naturalista.
En última instancia, Wilson se pregunta de dónde viene nuestra especie y qué es hoy en día. ¿Acaso creemos que podremos manejar el planeta como si fuera una nave espacial? Y nos propone una comprensión más profunda de nosotros mismos y del resto de la vida de la que nos ha ofrecido hasta ahora la ciencia y las humanidades.

EL CAMINO ESTRECHO AL NORTE PROFUNDO

El camino estrecho al norte profundo
Richard Flanagan
Traducción de Rita da Costa
Literatura Ramdom House
Barcelona, 2016
445 páginas

Una novela lo es hasta la última de sus páginas. Eso le sucede a esta extraordinaria obra, El camino estrecho al norte profundo, cuyo sentido viene garantizado en la caja fuerte de las últimas páginas. Y es entonces cuando el lector se da cuenta de que no ha sobrado ni una sola palabra en una novela con una estructura tan sencilla que da envidia, para narrar algo tan complejo como es la educación sentimental. Y Richard Flanagan (Tasmania, 1961) no apuesta por la educación sentimental al uso, no es un escritor de lo cotidiano. Es un escritor que lleva al ser humano a los límites de las heridas de la humanidad. Aunque su estilo pulcro, casi convencional, de espectador, nos haga pensar en un narrador menos literario de lo que termina siendo. La historia que aquí cuenta solo puede ser relatada en forma de novela.
Desde el principio sabemos que jugará en dos espacios temporales, donde el mismo actor libra dos batallas diferentes. Por un lado una relación sentimental que tarda en estallar. Durante muchas páginas lo único que existe es el deseo y no el contacto. En estos episodios, en que mantiene un idilio con la mujer de su tío, se ve obligado a aprender en silencio. Y eso supone que todo lo que tenga que ver con la industria sentimental que generan nuestros órganos generará una vida interior que puede ser rica, pero que seguro es conflictiva. Y así entre su memoria de lo que fue su vida antes de conocerla y ella, el protagonista la elige a ella. Como si en el amor cupiera el concepto de indistinto, porque fuera posible elegir. Durante esta etapa, Flanagan permite pequeños flujos de conciencia a sus personajes, digresiones cuya explicación encontraremos más adelante. Porque de repente rompe la existencia de sus personajes y nos lleva a un campo de exterminio.
En realidad, el protagonista, que es cirujano, se ve obligado a intentar salvar vidas, con cucharas de sopa en lugar de bisturíes, en una cárcel móvil. El emperador japonés ha recluido a miles de soldados rendidos en las batallas de la Segunda Guerra Mundial para trazar una línea de tren en plena selva asiática. La referencia a El puente sobre el río Kwai es inevitable. Todos los propósitos de honradez y cumplimiento con el deber beben de la misma fuente que la famosa película. Sin embargo, aquí a cada página que transcurre la tensión aumenta. No es un territorio de aventura por el que no guían. Son los infiernos de El Bosco. Las decapitaciones, por ejemplo, se ejecutan bajo los cantos de haikus. Las condiciones de vida solo dan una opción digna al ser humano: la muerte. Porque las enfermedades con las que el protagonista se encuentra equivalen a meter la cara en una fuente de gangrena.
Flanagan nos permite respirar de vez en cuando, pues el relato es coral y existe quien cree que la única forma de sobrevivir a esa situación es conservar un resto de humanidad: afeitarse, despiojar la manta. Sin embargo, nos deja intuir que pese a la enorme distancia con la otra parte de la novela en ambas existe un fondo de supervivencia, que tal vez sea el tema del libro, en el que se reúnen el pánico y el deseo. Todo este alegato antibélico, ese esfuerzo sin posibilidad de éxito contra la muerte, está de alguna manera relacionado con aquello más ruin, más vulgar en comparación con esta miseria. Aquella vida acomodada en la que uno debe responder a lo que los demás esperan de él. En ambos casos se está cumpliendo con el deber. Pero el pacto tácito de cuál es el deber cambia de tal forma que Flanagan solo nos permite una conclusión: que ese pacto social es una mentira siempre.
En caso de guerra, aquello que justifica cumplir con nuestro deber no serán valores buenos. De hecho, cuando nos muestra el cuadro del oficial japonés derrotado, vagando por las calles, lo hace para demostrar que nada tiene sentido, porque haber sido buen patriota no es haber sido buena gente, y hasta la flema le ha abandonado. Pero lo mismo ocurre con el protagonista, que regresa a Australia, se casa, es infiel a la mujer con la que tiene hijos, trabaja como cirujano y da la sensación de haberse vuelto el no va más del nihilismo, como si del sufrimiento solo se pudiera extraer la indiferencia.
No desvelaremos el final, pero sí el hecho de que todo se enlaza a través del fuego. No es casualidad. No puede serlo. El fuego ha sido siempre tanto un instrumento de tortura como de purificación. Con tanto fuego como paciencia, Richard Flanagan ha escrito esta novela que para quien no sea una obra maestra será porque ha puesto el listón muy alto.


Fuente: Culturamas


domingo, 29 de octubre de 2017

ASESINATO Y ÁNIMAS EN PENA

Asesinato y ánimas en pena
Robertson Davies
Traducción de José Luis Fernández-Villanueva
Libros del Asteroide
Barcelona, 2015
382 páginas

Los disfraces de los antepasados

La impresión que da la escritura de Robertson Davies (1913-1995) es la de ese escritor que narra con fluidez, que ve la novela desde la distancia pero que no la va descubriendo sino a medida que desarrolla cada frase, cada párrafo, cada página, cada capítulo. No es improvisación, pero tampoco la metódica estructura y el trabajo con un fichero de personajes y lugares, de acontecimientos y temas ocultos. En buena medida, se podría hablar de un escritor que escribe fiándolo todo a su talento. Un talento que en buena medida es oral, expresión fácil, disposición para el relato por encima de lo que separa la literatura escrita de cualquier otra forma narrativa. Su terreno es la imaginación, ese “cuando estamos o fatuamente creemos estar vivos” que en algún momento menciona, y no la fantasía. Aunque Asesinato y ánimas en pena parte del punto de vista de la fantasía: un hombre asesinado, un muerto, se transforma en narrador. Si en el último segundo la vida de uno, tal y como se dice, aparece completa por las pantallas de la memoria, en este caso lo que sucederá será la vida del árbol genealógico del narrador. Para ello Davies se vale del truco de imaginar que este narrador, que el espectro de este narrador asiste a la proyección de las películas de un festival de cine. A su lado se sentará su asesino. Pero las películas que verán serán diferentes. El asesino acude como crítico cinematográfico, usurpándole el lugar al muerto, y contempla las películas de ficción. El narrador se sorprende al ver detallada, en cada película, un episodio de supervivencia de sus antepasados.
Se produce, de esta manera, un exceso de conciencia de saberse narrador. Pues deberá resumir la película sin dejarse por el camino ningún detalle que importe en la formación de lo que ahora es: mero espíritu. Como tal, cierta suficiencia le permite poseer dos cualidades inevitables a su condición, que son un vago humor que nos guía por el texto de modo que no caigamos en aturdimientos oscuros, y una curiosidad que raya lo infame de puro realismo. En su origen, este narrador fue un intelectual, y su manera de saldar deudas consiste en conocer a los demás. El juego paradójico que se le propone consiste en que una vez que es fantasma, es decir, un ser irreal, conocerá de dónde viene a través del cine, que es el arte que mejor representa la realidad. Los seis pases cinematográficos mantienen como nexo la lucha por la vida, comenzando por la independencia de Norteamérica, en la que asistimos a sucesos cotidianos, no a grandes batallas, y la huida de una familia hacia Canadá. En la siguiente proyección, influida por las leyendas celtas, se nos lleva hasta Gales, y de ahí a la gran metrópoli, dos lugares en los que la religión actúa como férula contra la libertad. La tercera película versará sobre la dureza de ser colono cuando el país es duro y el hombre es pobre; nos encontramos en el siglo XIX y no se ocultan las miserias que afectaron a los ancestros del mundo occidental, antes de tantos descubrimientos científicos. A continuación, recurriendo a varias voces, a varios puntos de vista, veremos cómo se asienta la nación: “¿Acaso los antepasados, fugaces y disfrazados, nos visitan en sueños y nos hablan con susurros?”, concluirá. Para pasar ya al conocimiento más directo de la vida de su padre, superviviente de la Primera Guerra Mundial, que es una metáfora de la demolición del mundo, y resucitar las mentiras de un matrimonio asentado sobre la dificultad de soltar el pasado. Finalmente, Davies resumirá en qué consiste el duelo por la pérdida de un ser querido.

Tal vez fuera improvisando el desarrollo del boceto que tenía en la cabeza, esa impresión da, pero Davies tenía claro a dónde pretendía llegar: a la idea de que la vida es una sucesión de destinos sin propósitos.

Fuente: Revista de letras

SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE

Sobre el amor y la muerte
Patrick Süskind
Traducción de Miguel Sáenz
Seix Barral
Barcelona, 2006
69 páginas


El triunfo de Orfeo

En una prodigiosa interpretación del mito de Orfeo, Patrick Süskind rinde cuentas ideológicas acerca del verdadero amor. Espero no estropearle a nadie la lectura de este dulce ensayo al iniciar la reseña comentando el final (si bien no me dispongo a resumirlo), donde se encuentra lo mejor del parecer del escritor germano. Recurriendo a la comparación, una de las más socorridas y mejores estrategias de análisis, contrapone en qué consistía el amor de Orfeo, y que dio lugar a su triunfo y su fracaso, de una pureza muy superior al episodio bíblico cotejado. Y es que éste episodio es el referido a la resurrección de Lázaro, donde Cristo se muestra como un individuo cuyas “manifestaciones están salpicadas de órdenes, amenazas y el reiterante y apodíctico “pero yo os digo”. Así hablan en todos los tiempos los que no aman ni quieren salvar a un solo hombre, sino a toda la Humanidad”. Por el contrario, “la historia de Orfeo nos conmueve hasta hoy porque es la historia de un fracaso. Falló el maravilloso intento de reconciliar los dos poderes de la existencia humana, el amor y la muerte”. Para quien desconozca el mito de Orfeo, cabe mencionar que fue a través de la música, es decir, de la belleza, como consiguió rescatar a Eurídice del reino de los muertos, y que algo que podría interpretarse como vanidad fue lo que provocó un gesto suyo que la devolvió al mundo subterráneo. Sin duda, Süskind toma partido por esta versión del amor de entre todas las que va apuntando, pues el personaje de Orfeo lucha por devolver vida, en tanto que las versiones más románticas del amor, las pasionales, terminan con un suicidio tópico y vacuo, con una muerte voluntaria que no aporta nada a nadie.
Como ya se habrá adivinado, el término amor que utiliza Süskind se refiere tan solo al de contenido erótico. La verdad es que cualquier otra acepción se ha desgastado de tanto utilizarla, y en este caso se utiliza por no encontrar un término que acote mejor el sentido del ensayo. De hecho, en algún momento de la lectura se puede llegar a pensar que resulta una reflexión un tanto anacrónica. Eso sucede en tanto que Süskind menciona a Sócrates, a Stendhal, al Wilde que escribió Salomé, a Novalis, a Goethe, a Wagner, además de algún verso del libreto de La flauta mágica, e incluso, sin saber muy bien cómo, encuentra motivos para mencionar a Baudelaire. A todos ellos los interpreta como buen lector; y como buen habitante del planeta Tierra, también interpreta actos como la última pasión homoerótica de un envejecido Thomas Mann cuyo sexo apenas tiene nada que decir, o la cobardía de un Kleist autocompasivo que se sabe incapaz de suicidarse en solitario. A los episodios históricos añade alguna anécdota de lo cotidiano, de esas de las que uno es espectador inevitable y a las que conviene recibir con el sentido del humor bien engrasado, como hace Süskind.
Partiendo de ese abono, y de calificativos convencionales aplicados al término amor -a saber: importante, misterioso y personal-, sin andar con rodeos a la hora de afrontar su vertiente platónica, sin eludir los tópicos que lo vinculan a experiencias de índole religiosa –de ahí la terminología con que se expresa la gente cuando se refiere al amor- o el lugar común según el cual el auténtico amor se encuentra más cómodo en el campo de lo apolíneo, de la belleza; sin dejar de considerar como atontados a los que practican el amor adolescente (en el sentido más peyorativo del término), reconociendo que el campo de reflexión es el instinto erótico, Süskind no llega a ninguna conclusión nueva, dado que nueva no es la magnífica enseñanza que nos legó el mito de Orfeo, esa que fusiona el amor verdadero con la aceptación de la muerte. Esa que está muy bien recordar de vez en cuando.


Fuente: Tribuna/Culturas

SOLO

Solo
August Strindberg
Traducción de Manuel Abella
Mármara
Madrid, 2015
173 páginas
13,50 euros

Que la vida va en serio

Y todos los antiguos alumnos habían tenido ocasión de comprobar no solo que la vida va en serio, sino que además es amarga cuando ya nadie es un muchacho. Para estos hombres, pasada ya la mediana edad, el pasado no es otra cosa que “la paja en que medraba el presente; una paja que había fermentado, carecía sustancia y comenzaba a enmohecerse”. Y así es como se dieron cuenta “de que ya nadie hablaba del futuro, solo del pasado, por la sencilla razón de que nos encontrábamos ya en ese futuro que habíamos soñado, y habíamos perdido la capacidad de imaginar otro”.
Bajo esta premisa, el narrador, que al igual que sus viejos camaradas acusa a cada uno de los otros de deserción, opta por la soledad. Y en buena medida el músculo del relato consiste en esa forma de inventarse, de comenzar una nueva vida, de mantenerse al margen de la nueva gente, de ser un misántropo y un observador, un tipo que ha convertido sus párpados en balcones, un voyeur de lo cotidiano. Strindberg (Estocolmo, 1849 – 1912) crea a un personaje en el que sobresale la capacidad de fingir, crea a un narrador de su propia historia para vivirla, fingidamente, en el libro. Cualquiera que haya leído Gog, de Giovanni Papini, o La caída, de Albert Camus, y haya disfrutado de estas obras maestras, no se verá decepcionado al enfrentarse a este Solo, una novela también sobre la misantropía que uno se impone a sí mismo. Algo que seguramente nazca de la autocompasión, pero ese espíritu queda oculto, tapado y bien tapado bajo la proyectada potencia del narrador.
Se nos presenta aquí su vida introvertida, a la que pretende dar viveza a sus días a base la obsesión por el mal, del hedonismo no cimentado en los sentidos, del cinismo con que quiere ver algo que se le antoja, por voluntad propia, sin explicarnos la razón, como espectral. Pero que se trata, a la hora de la verdad, de una realidad que añora. Porque le obliga a mantenerse desocupado, a no ejercitar las emociones. Para el narrador, no querer formar parte de esta sociedad enferma, es síntoma de salud. O debería serlo, solo que nadie más lo entiende, porque a estas alturas cree banal tratar de imponer la opinión propia, limitarse a escuchar la propia voz, que es a lo que dedicamos en cien por cien de nuestro tiempo. Su refugio es su pensamiento, que da por supuesto que es el puente entre su interior y lo externo. Pero la vida, para él, es lo que se queda dentro. Y así se enreda, según sus palabras, en la seda de la propia alma: “Durante ese tiempo, uno vive de sus vivencias, y vive también, telepáticamente, la vida de los otros”. “Lo que he ganado con la soledad es poder decidir por mí mismo mi dieta espiritual”, asegura.
Pero cabe preguntarse, al revisar la historia humana, al revisar tantas biografías, al revisar Gog, La caída o Solo, si el que elige la soledad puede permitirse el lujo del cinismo. La soledad es trabajo y es combate. Es miedo. Sobre todo cuando uno está entrando en la senectud, donde si quiere contar con la esperanza como aliado se dará bien de bruces contra el universo. De ahí ese final de esta obra que aparenta tener trazas autobiográficas, un final que se deshilvanará tras revisar a Balzac y a Goethe, al hijo perdido, a un mendigo que salió de presidio, a la aparición de alguien más en sus días y, cómo no, a la muerte.


Fuente: Revista de letras