viernes, 8 de septiembre de 2017

FELIZ NORTE

Feliz norte
Árpád Kun
Traducción de Éva Cserháti y José Miguel González
Tropo editores
Huesca, 2016
458 páginas

No es posible encontrar una mayor paradoja, en este mundo burdamente global, que las líneas del mapa trazando fronteras. Un planisferio político pertenece al orden desnaturalizado de otra época, cuando los hombres estaban dispuestos a morir en nombre de la nación. Ahora harían falta muchos mercenarios para combatir a los drones. La auténtica frontera, esa que sugiere en la narración, precisa de un tiempo para recorrerla, un tiempo durante el cual uno no se encuentra ni en su patria ni en tierra ajena. Ni siquiera reconoce un calendario. Es un paréntesis y no una línea continua. Pocas fronteras tienen menos interés, en ese sentido, que los aeropuertos, convertidos en el lugar donde más anécdotas suceden. Pasar de Benín a Noruega de una tacada, como le sucede a Aimé, el protagonista de esta bonita novela que es Feliz norte, supone una reorganización sentimental debido a la superación de tantas supuestas fronteras, todos los espacios habitados o vacíos, que le habrían ayudado a explicar dónde se encuentra a medida que avanza. Hijo de un padre mita vietnamita, mitad francés, desaparecido en la memoria, y de una madre de África occidental, hija, a su vez, de un curandero vudú, nuestro protagonista alcanza el metro noventa de estatura y destaca, desde su infancia, por la compasión, que es la versión emocional de la empatía. Al tiempo que nos describe su lugar de origen, en lo que para él es costumbrismo y para nosotros viaje, un trozo de Sáhara, entiende el vudú como una forma de explicar los acontecimientos, incluso de hacer justicia, en un lenguaje incomprensible para los escandinavos y para cualquier otro pueblo que hubiera cruzado, de haber viajado a Noruega por tierra. Eso explicaría el fracaso histórico de los misioneros noruegos en Benín, pero también su formación como auxiliar de enfermería y su trabajo en los quirófanos. Tanto la medicina alopática como el vudú, o la religión, como todo, son reales desde el momento en que alguien cree en ello.
Árpád Kun (Sopron, 1965) consigue que nos creamos que el narrador es tan africano como Ben Okri o Chinua Achebe, en un ejercicio en el que intervienen los códigos de purezas y blasfemias de los otros, bien aprendidos y mejor desarrollados en la narración. El motivo, lo sabremos en el epílogo, sin desvelar el final, es la amistad. Kun, al igual que el protagonista, es un extranjero, de origen húngaro, afincado en la Noruega de los fiordos, donde se conocieron. Pues el libro es reflejo de la vida de un emigrante, un viajero real. Hasta el punto de que el momento clave, el trauma, es el paso de una frontera. Aimé  resulta ser beninés por nacimiento, pero francés en cuanto a la administración, dada la procedencia de su padre. Así pues, cuando pretende salir de Benín, con treinta y ocho años, resulta que se le exige el pago de toda su vida a modo de visado. La administración le presupone ser turista, ignorando que nación y jamás abandonó Benín. La anécdota sirve para que no se resienta la narración al girar el escenario. La vida en los fiordos, llena de agua y la mitad del año de sombra, mientras la otra es siempre de día, apenas tiene algún aspecto en común con África. Pero a su llegada topa con un grupo de discapacitados, que regresan de vacaciones en Canarias, gracias a lo cual vuelve a reconocerse como la persona que era: alguien entregado a la sanación del amigo y del desconocido.
Y así es como sobrevive. Cambia un país lleno de la vitalidad de los niños en la calle, por otro donde el envejecimiento de la población es determinante. Hasta el punto de asistir a competiciones deportivas de los más chocantes, como carreras de sillas de ruedas, con andadores o muletas. Al mismo tiempo, salva la adaptación cultural al identificar el pensamiento mágico que gestó a los escandinavos. Todos somos hijos de los mitos, tengan la forma que tengan, y los noruegos, por muy civilizados que estén, no son ajenos a su cultura. Tras pasar por algún otro oficio, como guía turístico, Aimé termina entregado a su profesión de auxiliar de enfermería, tanto para ancianos como para discapacitados. En un exilio que no duele, conoce la descomposición de los cuerpos a la par que el invierno de seis meses sin luz. Pero al cuidar enfermos, consigue el triunfo diario del cuerpo sobre la muerte. Hasta el punto de encontrar no solo amor, sino también enamoramiento. Escrito en primera persona, para que podamos reconocernos mejor en Aimé, tanto como lo hace Kun, Feliz norte es una novela llena de un optimismo que late con las pulsaciones de un hombre en reposo. La dicha del descanso, de encontrar nuestro lugar en el mundo.

 Fuente: Revista de letras

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