jueves, 31 de agosto de 2017

AZAREL

Azarel

Károly Pap

Traducción de Adan Kovacsics
Minúscula
Barcelona, 2005
300 páginas
19 euros

Las razones del mal



Aunque nos provoque locura, aunque nos azote con una fiebre atada a la columna de la realidad, todos necesitamos una familia, un hogar de referencia. También este niño, Gyuri Azarel, que protagoniza una novela con tintes autobiográficos, según indica en el posfacio el editor húngaro de Károly Pap. Confiemos en que el calificativo de autobiográfico sea un pequeño error de traducción, y que a Pap no le tocara vivir la intensidad castrante de algunas de las experiencias que relata. Esperemos que donde dice autobiográfico quiera decir “lo vivido”, pues esta segunda opción permite al narrador reflejar el aprendizaje sentimental deformando, imaginando, creando una infancia en función de la idea con que pretenda golpear al lector, para que el mensaje sea inequívoco. “Las lágrimas se referían, sin duda, tanto al deseo como al orgullo”, es una frase que pertenece a lo vivido. La furia de los golpes de un padre que intenta estrangular al niño mientras la madre lo maldice teniéndolo por un ser demoníaco, sería un episodio autobiográfico que, confiemos, Pap no tuvo que sufrir con el rigor que expresa en la novela. Bastante duro debió ser el internamiento en Buchenwald, donde terminó sus días este escritor húngaro, de origen judío, hijo de un rabino en una población en la que pese a vivir unos junto a otros, alternando comercios y pisando las mismas calles, la sociedad judía y la católica no se encontraban en ningún momento, no compartían nada de lo cotidiano.
Partiendo del pretexto del fundamentalismo judío, Pap construye una excelente obra sobre la vehemencia y la condición del ser humano que no se siente completo de no encontrar un objeto sobre el que descargar su odio. En este caso, los odiadores serán los padres de Gyuri, y la razón del odio, aunque no se explica en el relato, tiene que ver con el episodio que abre la novela: la entrega del niño a su abuelo, un tipo rabioso, para mantener una promesa, la victoria de la tradición sobre el amor de la sangre. El niño vivirá con el anciano apenas unos años, antes de retornar con su familia para ver sellado su lugar como el del marginado, posiblemente debido a que su presencia recuerda a sus padres la falacia de la religión que tan malamente resultó comprometedora, y cuya debilidad niegan sin cuestionarse, asumen porque siempre ha sido así. Sin embargo, Gyuri, una criatura de nueve años, tras el aprendizaje sentimental que se describe en las primeras páginas de la novela, sí irá planteándose las creencias impuestas, en una demostración de que la auténtica forma de elaborar el pensamiento es formular para sí las hipótesis a contracorriente de lo asumido por sus mentores, abuelo, padre, maestro, cuestionando su autoridad. Y ellos, los adultos, cometen la bajeza de infundir terror en el niño, estrategia que, por desgracia, ha caracterizado el fundamentalismo de demasiadas religiones. De ahí que la única forma de diálogo moral a que se ve abocado el chiquillo es a la animista, dándole voz a objetos y verduras, lo cual le devuelve a su condición infantil.
Narrada en primera persona, en pasado, la obra expone a las claras lo claustrofóbico de una vida familiar religiosa, la incapacitación para obrar que imponen las ideas religiosas cercenando la creatividad, y la deshumanización del adulto: “la prioridad en el templo, el talar, el birrete y el alto cargo de mi padre habían borrado los burdos recuerdos de su amor”. Y uno tiene que leer mucho entre líneas para descubrir que tras las razones del mal se encuentra una familia como la que habita al otro lado del tabique de nuestra casa.



Fuente: Culturas/Tribuna

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