jueves, 27 de julio de 2017

ARENAS BLANCAS

Arenas blancas

Geoff Dyer
Traducción de Cruz Rodríguez Juiz
Literatura Random House
Barcelona, 2017
205 páginas

Puede que estemos en vísperas del fin del mundo, pero eso no es motivo para encerrarnos en casa. Lo ideal es salir a las afueras, a los ejidos de la ciudad o la aldea, que ya se ha convertido en el resto del planeta, y comprarse la gorra adecuada para sobrevivir al azote del sol o protegerse de la lluvia. Así, con esa experiencia del momento a cuestas, uno alimenta su ficción y con las ideas que imagina revienta lo que vive en cada momento. Cargamos en la mochila un puñado de prejuicios, qué remedio, pero si somos conscientes de ello, lo que aprendamos será un tipo de riqueza de la que se puede beneficiar el mundo en forma de altruismo, amistad o un relato. Lo importante es saber y saber aprender y, según Geoff Dyer (Golucestershire, 1958) tener en cuenta que en las noches la magia aumenta. Las noches han alimentado la imaginación y la fantasía que nos distingue de los animales, con el miedo y la narración como principales protagonistas. Y con las estrellas, esos puntos brillantes que echamos de menos sin darnos cuenta. De este cocido se nutre la vida y el simulacro de vida que se refleja en la ficción. Al final, resulta que todo es farsa, desde el amor verdadero de los adolescentes besándose sobre el capot de un coche a las amenazas del tétrico Donald Trump. Pero esa farsa sucede. La ficción se alimenta de la realidad y la realidad se alimenta de la ficción. Dyer lo aclara en su prólogo y cuando apunta a los intentos de entender lo que significa un lugar concreto, cierto modo de señalar el paisaje y descifrar por qué lo visitamos. Aunque ahora la respuesta es casi universal: para hacerse una fotografía. Si bien Dyer intenta ir más allá y se responde que la gente no fotografía para tener una foto, sino porque es lo que se hace. El retrato de la humanidad como rebaño, incluido el propio Dyer, que en ningún momento se presenta como diferente ni pretende apuntarse el tanto de la discordia, rige en estas estampas o relatos. Pero también la mirada de un humor ingenuo a la par que lo bastante salvaje, en el buen sentido de la palabra salvaje, el que nos acerca a la naturaleza, lo que somos, lo que deberían ser los ejidos de nuestra aldea, que rodean el planeta por completo.

“Estamos aquí para morirnos de aburrimiento y luego preguntarnos cómo es posible aburrirse tanto”, apunta durante una visita a las islas en las que vivió Gaugin, quien no solo pintó, sino que dejó testimonio en su libro Escritos de un salvaje. De Gaugin intenta heredar la mirada o al menos imaginar la del pintor francés en el supuesto paraíso. Supuesto es la palabra clave en cada recorrido por el que Dyer nos lleva. La locura de Beijing, que es otro prejuicio, y un rincón en el que es posible enamorarse, un descanso que resulta increíble en el núcleo de la mayor neurosis masiva del planeta, es un descubrimiento que necesitamos más que el de las Indias en tiempos de Colón. Fuera de la urbe caótica, el paisaje ya está procesado por el hombre, excepto en los lugares inhabitables. Pero esos le son ajenos a Dyer. La sinécdoque de la que se vale para reflexionar sobre el paisaje es el Land Art y la pregunta que deja en el aire es si sobredimesionamos las atribuciones del paisaje. Pero este es también un libro de sensaciones y las sensaciones no se proponen: se imponen. Se imponen por la naturaleza, pero también por la naturaleza del momento, no por los deseos del que lo vive. La reducción del amor al conflicto entre la realidad y el deseo es una de las conclusiones clave de este libro, en el que no todo es acierto. La contradicción de la experiencia cuando finalmente se decide, junto a su mujer, a llegar hasta donde se producen las auroras boreales, para no ver nada más significativo que un partido de fútbol, la inquietud cuando recogen a un autoestopista en mitad de la nada, en Estados Unidos, y no sentirse culpables cuando lo abandonan a su suerte, por ejemplo, son experiencias con llaga. Uno sabe que debería haberlas resuelto de otra manera, pero desconoce las reglas, por mucho mundo exterior que haya experimentado. La música, el exilio de los europeos en Estados Unidos, el culto al cuerpo, la construcción de torres, el arte o la enfermedad son parte de estas experiencias del mundo exterior, como lo es para nosotros disponer de ellas, aunque sea de segunda mano, a través de la mirada y la imaginación de un autor que escribe con el ingenio a punto de nieve.

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