miércoles, 17 de mayo de 2017

Shackleton, el indomable

Recuperamos esta reseña publicada hace tiempo en Quimera


Shackleton, el indomable

Javier Cacho

Madrid, 2013
508 páginas



En una entrevista que concedió mientras preparaba la expedición del Endurance a la Antártida, Ernest Shackleton (Kilkea, Irlanda,  1874 - Georgia del Sur, 1922) describe los criterios con que se rige a la hora de elegir a los hombres que le acompañarían en una de las mayores hazañas de supervivencia de la historia del hombre: por orden riguroso, su prioridad era el optimismo, seguido de la paciencia; a continuación colocaba la fuerza física, después el idealismo y, por último, el valor. Y luego explicaba que todo hombre es o puede ser valeroso, pero que el optimismo contrarresta la desilusión, la impaciencia lleva al desastre y la fortaleza física no basta para neutralizar las desdichas del ánimo. Al margen del análisis psicológico sobre la tesitura del hombre que pasa por apuros, lo que hace Shackleton, en buena medida, es buscar a Hércules. O transformarse él mismo en Hércules, en un tipo cuya fuerza radica no tanto en su musculatura como en su certeza de la amistad, la lealtad, la bondad, la desesperación entendida como la necesidad de luchar contra el destino que parecen haber escrito para nosotros los dioses. Y la convicción de que la victoria no es derrotar al adversario, sino mantener la dignidad en la lucha.
Con este espíritu es como Shackelton protagoniza un episodio de la exploración que transforma la epopeya en una de las bellas artes. Atrapados en el hielo, con su barco, el Endurance, destrozado y devorado por el océano Antártico, un grupo de hombres se dispone a regresar a casa. Para ello cuentan con unos botes que deben arrastrar, el equipamiento básico, algunos perros y trineos y, sobre todo, un capitán capaz de transmitir la convicción de que ni siquiera la muerte es una derrota, de que si nos caemos es para aprender mejor que nos podemos levantar. Shackleton se nos presenta, en esta biografía escrita por Javier Cacho (Madrid, 1952), como un hombre poderoso, obstinado, puro, un tipo de principios, gran lector, muy religioso, generoso, sincero hasta la hecatombe, testarudo, consciente de su propia fuerza, sabedor de que hay algo especial dentro de él y, por encima de todo, pasional, muy pasional. El debate que nos deja la lectura de este Shackleton, el indomable, se refiere a la cualidad y el tono de la ambición del explorador irlandés.
Para presentarnos o volver a introducir en nuestras vidas a alguien que mereció no salir de ellas, Javier Cacho recurre a una estrategia sencilla, a una presentación cronológica de la vida del protagonista. No hay vaivenes temporales, como tampoco alardes prosísticos. Se trata, en definitiva, de convertirse en un buen divulgador. Anteriormente lo había hecho con el duelo entre Scott y Amundsen (Amundsen-Scott, duelo en la Antártida. La carrera al Polo Sur, Fórcola, 2011), en un programa como escritor que rinde tributo a su propia experiencia científica en la Antártida. Y para cumplir con su proyecto, se embarca en un minucioso estudio documental. Y pasa a ser exhaustivo cuando los personajes participan de las rutas antárticas. Y siempre manteniendo la distancia del narrador que reconoce, pero que no pretende transmitir la emoción con su estilo, dado que la emoción ya la puso Shackleton con su actuación sobre la Tierra. Una actuación que nos lleva a plantearnos la necesidad de este libro. Se trata, al parecer de Javier Cacho, no ya de reivindicar una épica, un lugar donde el sufrimiento físico y el terror, donde pasar hambre, sed, frío y sentir la mugre en la piel alcanzan cotas que bailan de un lado a otro del umbral de lo hermoso, sino de mostrarnos que hay un mundo que ha desaparecido que merece la pena leer. A la espera de que nos llegue la gran obra, posiblemente en forma de película, sobre Shackleton, no está de sobra pasar unas horas en su compañía a través de obras como la de Javier Cacho.


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