miércoles, 3 de mayo de 2017

Al final de la frontera. Una literatura

Fuente: FronteraD

En uno de los volúmenes que componen la Trilogía de la frontera, de Cormac McCarthy (Providence, 1933), durante docenas y docenas de páginas nos sumergimos en un territorio sin aspecto. Eso es lo que define, en buena medida, los espacios que llamamos frontera. Al menos en la narrativa. Sobre la piel de una tierra no muy hospitalaria, no existe otra ley que no sea la coherencia con el relato que estamos construyendo. McCarthy nos hace vagar por un tipo de vida perdida, de otra época: ellos son jinetes que recorren desiertos a caballo; las habitaciones donde duermen, cuando tienen la suerte de dormir bajo techo, apenas se distinguen de los establos; los coyotes son el coro mitológico de la noche; si el perro que se acerca no te arranca media pierna de un mordisco seguramente te contagie con un ejército de gérmenes; las herramientas de que disponen los protagonistas no pasan de ser sus manos y su instinto de supervivencia. Hay maldad y no hay nadie que dé registro de ella. Pero también la lealtad de dos hermanos o la de un tipo con una loba embarazada. Y así van transcurriendo las páginas, alejando nuestra realidad cada vez más de esa frontera. No solo sobre el posible mapa, también en el pasado. Hasta que os protagonistas, que guían un rebaño de caballos, cruzan una autopista.


Así pues, de repente nos damos cuenta de que la frontera es algo interior, una ficción, un juego. Pero un juego en el que se debe jugar bajo las reglas de la literatura de frontera. McCarthy ha sabido valerse de los arquetipos y de las ideas fundadas por maestros de la literatura y del cine. A nadie se le escapa la proximidad entre el escritor y Sam Peckinpah. Pero su trilogía, en la que destaca la obra intermedia, En la frontera (1994), tal vez su mejor novela, ya ha cumplido más de veinte años. Mucha agua ha pasado bajo los puentes, que como demostró Ivo Andric (Travnik, 1892 – Belgrado, 1975) en Un puente sobre el Drina son otra forma de frontera. La de McCarthy un territorio sin horizonte, la de Andric un cuello de botella para las culturas y la guerra. Queda, pues, por comprobar qué ha sucedido con la frontera como exploración narrativa, en una época en la que nada hay más anacrónico que las líneas que dividen los países en los mapas políticos.

En una época en la que las fronteras que atravesamos con más frecuencia no toman la estampa de un listón blanco y rojo en mitad de una carretera. La frontera más cruzada, a fecha de hoy, está en los aeropuertos. En esos quioscos donde un guardia revisa nuestro pasaporte sin alzar la cabeza, revisando los datos en la pantalla de un ordenador, Árpád Kun (Sopron, Hungría, 1965) ha conseguido hacer literatura con la anécdota del paso real de una persona que se embarca en Benín con dirección a Noruega. El protagonista de Feliz norte tiene treinta y ocho años cuando se propone dejar atrás la costa occidental de África, y en unas pocas horas plantarse en los fiordos y fundar allí su nueva vida. Pero en el momento clave de la novela se topa con el absurdo de la burocracia. Resulta que, gracias a que su padre fue francés y su madre una mujer vietnamita, tiene derecho a la nacionalidad francesa. Eso le facilita el tránsito hacia Noruega, al no precisar de visado. Pero cuando está terminando los trámites de despedida, desvinculándose de su viejo país, un funcionario le detiene: si es francés, entonces ha vivido treinta y ocho años en Benín sin pagar el visado correspondiente. La respuesta de Aimé, que es como se llama el protagonista, exponiendo su partida de nacimiento, no es suficiente. Este hecho divide en dos esta novela que gracias a la gente de la editorial Tropo podemos disfrutar. Antes está nuestro viaje a Benín, narrado en primera persona y expuesto, en buena medida, como un relato costumbrista, y después la integración y la exposición de Aimé a un lugar y una gente tan sorprendente para sus premisas, que solo un ejercicio que va más allá de la empatía logrará no trastornarle. A eso que le salva suele llamarse amor.


Sin embargo, la frontera de McCarthy o del Peckinpah de La balada de Cable Hogue no está difunta. Para regresar a ella y volver a sentirnos en el viejo hogar, basta con trasladarla al norte. El desierto, todos lo sabemos, no es hostil, es asesino. Pero el norte se supone lleno de valles fértiles y montañas que perfilan paisajes de postal. Nada más lejos de la realidad, o de toda la realidad. El norte de esa América, recordémoslo, también es la fiebre del oro, también es Jack London. Lo asesino de ese norte es el frío, la lluvia incesante, las escasas garantías de salud. Y su extensión no es menor que la del desierto. Esa frontera también se merece su gran novela. Esa es la frontera de Quienes viven (Sabina editorial), la primera obra que publicó Annie Dillard (Pittsburgh, Pensilvania, 1945). Aquí están todos los condimentos de las grandes sagas, de Faulkner y García Márquez, traducidos al realismo histórico. Desde la mujer que da a luz en el camino, tras cruzar un río, hasta el momento en que desaparece la población que fundaron en la frontera, muerta por la razón por la que mueren las aldeas, por la emigración a la gran ciudad. Dillard muestra que es de esos escritores que llevan de la mano al lector para mostrarles el mestizaje o lo clandestino. Hay violencia, por la pura necesidad animal de seguir comiendo, entre unas familias que no son dueñas de su destino. Pero quisieron serlo. Senadores, chinos, leñadores, indios, esclavos y niños pelirrojos pueblan esta obra que viene a rescatar a quienes anhelan las grandes novelas, en todas las dimensiones.

Gabrielle Roy (Manitoba, 1909 – Quebec, 1983) dedicó buena parte de su obra a saltarse esa gran frontera que nos muestra Dillard. Lo cual es otra forma de expresar la frontera: ¿Qué ocurre cuando saltamos desde nuestra colonia urbana, al sur, hasta el mundo de los inuit sin continuidad en el viaje? No hemos tenido tiempo de asumir el desplazamiento, cuando ya nos topamos con el desarraigo. Sabemos que, entre uno y otro lugar, como se ve reflejado en los relatos de El río sin descanso (Hoja de lata) hay una tierra de nadie. Otra de las características propias de la frontera. Pero la impresión que se impone, que Roy impone, es la del choque cultural o la de la persona que se desgarra al no reconocerse en ninguno de los dos mundos.

Pero mientras tanto, en otra geografía sigue viva la otra frontera, la de Ivo Andric. Nada representa mejor esa partición, esa fragmentación y los rigores que impone, que la historia reciente de los Balcanes. Existe un escritor bosnio que lo tiene presente en cada línea de su creación. Ivica Djilkic (Tomislavgrad, 1977) vuelve a ese tema en La repetición (Sajalín). En apenas unos kilómetros, durante un recorrido que debería haber sido breve, el invierno, que no deja de ser una frontera entre el otoño y la primavera, pues es lo que todos deseamos que pase de largo lo más rápido posible, engulle a unos personajes con un manto tenebroso. Atrapados en un monasterio, en un enclave que hace poco, estaban convencidos, también era su patria, una editora de libros de texto y una mujer que se dedica a llevar flores a las tumbas de desconocidos, otro acto propio de la frontera, respiran las ausencias que provocaron las metralletas. Hay un silencio que es necesario para la supervivencia, aunque ese silencio obligue a ser hipócrita. Ha caído el comunismo y se refugian en un edificio religioso. Como si su vida se jugara sobre una pista de tenis en el que lo antiguo está en un lado, y en el otro también lo antiguo. ¿No es ese el resumen más preciso de lo que supone una frontera, al menos en este mundo en que la globalización a la baja parece haber ganado la guerra ideológica?

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