miércoles, 19 de abril de 2017

El libro de viajes mejor valorado en meses: ‘Luz en las grietas’

Camino de ser el libro del año

Luz en las grietas

Ricardo Martínez Llorca @rimllorca

Desnivel
Madrid, 2016
176 páginas
Luz en las grietas nace como un libro maldito.
Sufrirá la primera maldición, la clásica, la de pasar desapercibido de cara al lector. Porque el tipo de poesía que destila es la poesía de los malditos. Si tuviéramos que emparentar el bellísimo trabajo de Ricardo Martínez Llorca (Salamanca, 1966) con alguien, sería más con Rimbaud, con Shelley, con Claudio Rodríguez, que con los escritores de su época. De hecho, cualquier párrafo de Luz en las grietas transforma las obras de sus contemporáneos en escritura plana. Muy plana. Delante tendremos lo que es un testimonio, pero también un testamento, una narración sincera y brutal, de una lírica desconcertante, que a lo que más nos recuerda es a Ebrio de enfermedad, de Anatole Broyard, o a Esa salvaje oscuridad, de Harold Brodsky. Solo la proximidad de la muerte da sentido al texto, que leemos con el corazón encogido, a la par que con el deseo de que no se termine nunca. Pocas veces se siente tanto como aquí el impulso de volver a leerlo, una vez cerrado el libro.
Pero el hecho de haberse publicado en una editorial de género, del género más respetable, que es la épica y por tanto la resiliencia, hará que se catalogue mal en las librerías y en los prejuicios del lector. Desde aquí sugerimos a quien nos escuche que se acerque al libro sin prejuicios. Se sorprenderá. Por poner un ejemplo con el que comparte cierto espíritu, se sorprenderá como se sorprendió con Hermano de hielo, de Alicia Kopff. La familia y las expediciones son ámbitos comunes a las dos obras. Lo que sucederá es que, Hermano de hielo, que es un libro producto del ingenio y de un buen oído, un libro estupendo y muy digno, empalidece ante el acoso y derribo de honestidad y valor de Martínez Llorca. Porque está escrito con la última sangre y el último aliento, saldando deudas. Por supuesto con los viajes y la montaña, que aparecen reflejados como una metonimia de la ilusión de vivir. Pero también con la familia, un tema recurrente en la obra de Martínez Llorca, que hasta ahora nos había sorprendido por ser el escritor que mejor describe, al menos entre los que hemos leído en mucho tiempo, y su creatividad. Basta echar un vistazo a ese díptico que es Hijos de Caín y Después de la nieve, sus obras anteriores.
Luz en las grietas también será un libro maldito porque el autor sigue viviendo. Y aquí cierra heridas, que quedarán abiertas para otra gente. Los hermanos aparecen en primer término, como ya lo hicieron en Tan alto el silencio. El buen hermano y el hermano canalla son una metáfora ética, del sentido de la ética que tiene Martínez Llorca. Pero hay algo más. El autor nace con un corazón destrozado, deforme, un demonio que le obliga a tener presente a la muerte en cada aliento. Y mientras tanto, la elipsis de los padres en su vida y en el libro es de lo más significativa. Uno no pretende jugar a ser un buen psicólogo, pero se deduce que sus padres sufrieron durante años y años la enfermedad de su hijo, a la que dieron la espalda creyendo que eso era tratarle como a una persona normal. Pero, en realidad, los padres no superan esa barrera y el dolor que sobrellevan es superior a sus fuerzas. Así pues, la relación entre padres e hijo está sobrevolada por una maldición, que consiste en que alguien tiene que tener la culpa de lo mal que lo pasan los adultos, del malestar que ocasiona esa enfermedad. Dado que a los padres no les cabe la idea de culparse entre sí, pero niegan la mutilación del hijo, solo cabe una solución: la culpa del sufrimiento de los padres la tiene el bebé. Y la ha seguido teniendo durante cincuenta años.
Pero todavía nos queda, eso sí, comentar el libro: el libro no es una autobiografía, sino un texto sobre lo vivido con un corazón defectuoso, que ignora que guarda entre las costillas, mientras poco a poco, y a pesar de ello, ganan terreno las pasiones: la literatura, los viajes y la montaña. El autor refiere sus dificultades para no rendirse, en un libro acerca de las memorias sensoriales. Es una historia de dignidad, es una historia sobre la imposibilidad de olvidarse de la vida, que está siempre ahí, clavándose como un punzón en los riñones y que es lo que hacemos cuando todo va bien. El narrador cuenta lo que le pasa, con mucha más fuerza que compasión, y la sinceridad se impone.
Martínez Llorca ejerció de ángel de la guarda de sus hermanos pequeños en casa y en el patio del colegio, donde salía siempre derrotado en las batallas. Sobrevivió a un coma tras un accidente. Se impone la obligación de mantener el tipo, a costa de lo que sea, en los peores momentos que vive su familia, como tras el fallecimiento de su mejor hermano. Y a medida que avanzamos, la prosa se vuelve más reflexiva y el tiempo se vuelve más cercano. El narrador supera la adolescencia, llega a la universidad, se convierte en un adulto. Por fin encuentra un ritmo en el que sus pasiones puedan desatarse sin que peligre el corazón: la soledad y la literatura, la soledad y los viajes, los compañeros de cuerda en la montaña y el reconocimiento de la amistad. Será la amistad la tabla de salvación del náufrago, la representación generosa de la ética de Martínez Llorca, que se desnuda, identificando todo aquello que le transformó en un ser tímido, tal vez por la férula de un hermano mayor incapaz de superar el síndrome del príncipe destronado. La inmovilidad se convierte así en la única defensa frente a cualquier tipo de ataques de quienes son más fuertes que él. Y mientras tanto, el presente, la situación que lleva al narrador a afrontar este texto, que es a la vez una confesión y una carta de despedida, se describe la lucha por sobrevivir, a merced de una medicina más preocupada en controlar una enfermedad que en sanarla.
De alguna manera, la parte de la vida que uno no puede elegir le orienta hacia unas veleidades que ha podido extraer del tiempo libre, del aire libre. Aquí ya no se ocultan las filias y fobias que no llevan a ninguna parte. Aunque lo que predomina sigue siendo esa lucha por la vida, frente a unas enfermedades invisibles, crónicas, congénitas, que se han terminado por imponer y, definitivamente, modelan su temperamento. Pero ya a medida que se avanza en la lectura, se imponen los relatos de viajes y montaña. La sensación final es que se ha de ir librando batalla tras batalla, aunque seamos conscientes de que las posibilidades de derrota son superiores a nuestras fuerzas. Sin perder la orientación ni la conciencia de canto de cisne que implican las enfermedades, la última parte del libro, se centra en las narraciones de los más importantes episodios de su vida de aventuras: los momentos en que la muerte tocó de cerca a las cordadas de las que formaba parte o los agradecimientos a los grandes hombres del mundo de la montaña, que le apoyaron en sus primero pasos en la carrera literaria.
Y ya solo queda menciona a los autores que aparecen a lo largo de la obra, que son nuevos referentes vitales, pues leyendo Luz en las grietas uno conviene en que literatura y vida son sinónimos: Conrad, Montaigne, Whitman, Tolstoi, Pessoa.
Luz en las grietas es un libro híbrido, sin necesidad de aturdirnos con los fuegos artificiales que practican los autores tan en boca de todos hoy en día. Aquí no se lucha contra la complejidad de niveles textuales, metatemas y guiños cultos. Aquí nos sumergimos en relatos reales y reflexiones reales, que hablan de la aventura de vivir o de la intención de hacer de la vida una aventura, pese al tormento de la enfermedad. Huyendo del sentimentalismo, el miedo a la muerte queda vinculado a una vida que comparte pasión y aflicción. El resultado es un libro que consigue una hondura y una belleza que en lugar de iluminar, esclarecen. Una obra maestra, una obra maldita.

Reseña completa publicada en Culturamas

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